«Pulsión de muerte» y «principio de realidad»

Wilhelm Reich puso en cuestión uno de los conceptos centrales de la teoría psicoanalítica lo que le generó profundos conflictos institucionales. Partiendo de la teoría de las pulsiones, estructura fundamental del psicoanálisis, aceptaba que la pulsión sexual y la pulsión nutricia o de conservación, tuvieran una base fisiológica pero cuestionó que la pulsión de muerte fuera originaria e innata en los seres vivos tal como la concibió Freud.



Para Reich la pulsión de muerte o de destrucción era una formación —construcción— secundaria y tardía del psiquismo, determinada por las condiciones bajo las que se satisfacen o frustran las pulsiones nutricias y sexuales, señalando que «Mientras que el fundamento corporal de las necesidades sexuales y nutritivas es evidente, el concepto de pulsión de muerte carece de una base material tan clara»[1]. El propio Freud reconoció que la pulsión de muerte era una hipótesis especulativa que le permitía avanzar en su investigación sobre el psiquismo humano.

Reich por su parte, coloca a la pulsión de muerte en el territorio de la economía libidinal: la insatisfacción sexual y alimenticia aumenta la agresión, es decir, desde una concepción materialista y dialéctica la falta de satisfacción de dichas pulsiones incidirá en el incremento de la pulsión de destrucción[2]. De este modo la pulsión de muerte sería una reacción psíquica sobredeterminada por factores coercitivos sociales.

Esta crítica radical de Reich afirmando que la frustración está en la génesis de la pulsión de destrucción no explica que muchos sujetos que no padecieron una frustración objetiva terminen siendo criminales y muchos que si la padecieron no acaben siéndolo: la agresión humana no se elimina necesariamente «asegurando la satisfacción de las necesidades materiales y estableciendo la igualdad entre los miembros de la comunidad»[3]. La respuesta particular a iguales situaciones está sometida a la contingencia que enlaza la singularidad psíquica de cada sujeto, por lo que la crítica reichiana al concepto de pulsión de muerte termina sosteniéndose en una simple teoría del trauma.

En esa línea Reich también analiza la definición del principio de realidad, principio que da cuenta de los límites que la cultura impone a los sujetos frente a las exigencias pulsionales del principio del placer. El principio de realidad, que exige una renuncia temporal o definitiva a la satisfacción inmediata de las pulsiones y deseos, no es un concepto tan simple como algunos seguidores de Freud consideraron. Sin cuestionar que la realidad pone al deseo humano límites y obstáculos para posibilitar la vida en comunidad, Reich considera que los sujetos deben rebelarse contra aquellos límites morales opresores que no le permiten desplegar sus capacidades, facultades y deseos legítimos, por tanto no deberían conformarse con aceptarlos y adaptarse a ellos sin más; cuando un sujeto se adapta a la realidad sin intentar modificarla, se resigna y termina dándola como válida. En un psiquiátrico, un paciente que acata plenamente todas las normas, actividades y medicación que le imponen, es para el hospital un buen paciente, el paciente ideal, pero en realidad es un verdadero enajenado. Por tanto en una sociedad enferma un «paciente-ciudadano» que llegue a ser «curado-adaptado» y que acate todas las normas e imposiciones burocráticas y perversas que la sociedad le impone es un auténtico loco. El principio de realidad tal como lo conocemos en nuestros días, afirma Reich, es el principio de la sociedad capitalista; principio que «exige al proletariado una limitación extrema de sus necesidades»[4]. El principio de realidad que la sociedad capitalista impone al proletariado, y que este debe aceptar como válido, sirve a la conservación exclusiva de su dominio.


[1] Wilhelm Reich. Materialismo dialéctico y psicoanálisis, Siglo XXI Editores, México, 1970, pp. 15.

[2] Ibídem. pp. 22-23.

[3] Sigmund Freud. «El por qué de la guerra». Carta a Einstein de septiembre de 1932, O.C. vol. IX, p. 3213.

[4] Wilhelm Reich. Materialismo dialéctico y psicoanálisis, op. cit. p. 18.




El método de la «interpretación» en la práctica psicoanalítica

La «interpretación psicoanalítica» es una herramienta esencial del trabajo clínico que apunta a desvelar el sentido latente de los síntomas de un paciente, de sus manifestaciones verbales y comportamentales, conformadas por mecanismos propios de la producción psíquica, tales como conflictos y deseos inconscientes.

El analista comunicará al paciente la interpretación que haya elaborado del material que este le brinde siguiendo las reglas que la práctica psicoanalítica exige, con miras a hacerle accesible el sentido latente de un sueño, síntoma, un acto…



En relación a la tarea del médico se atribuye a Hipócrates de Cos la sugerencia de que:

«(…) ningún hombre que vea sólo con los ojos puede llegar a saber nada de lo que se acaba de decir. Y por eso las llamo enfermedades ocultas y así son juzgadas por el arte. Ahora bien, el que sean ocultas no significa que hayan vencido sino que han sido vencidas en la medida en que ello es posible. (…) En efecto, para conocerlas, se requiere más trabajo y no menos tiempo que si se vieran con los ojos. Porque cuantas enfermedades escapan a la mirada de los ojos, quedan sometidas a la mirada de la inteligencia.» NOTA [1. Hipócrates, «Sobre la enfermedad sagrada» en Tratados Hipocráticos. Madrid: Gredos, 2000, pp. 59-60.]

La interpretación pretende dar cuenta del sentido del síntoma en el contexto histórico del sujeto, no de la causa psíquica, NOTA [2. Laplanche, Jean; Pontalis, Jean-Bertrand. Diccionario de psicoanálisis. Barcelona : Paidós, 1996. p. 201-203. págs. 201-203.] teniendo en cuenta que un mismo tipo de síntoma típico (por ej. fobia a las alturas), tendrá sentidos para los diferentes sujetos. El sentido de un síntoma estará en estrecha relación con la vida íntima del sujeto que lo padezca. NOTA [3. Freud, Sigmund. «El sentido de los síntomas». Lecciones introductorias al psicoanálisis. Lección XVII. Obras Completas. Madrid : Biblioteca Nueva, 2006.]

La interpretación de los sueños

La interpretación está en el centro de la teoría y prácticas psicoanalíticas. En el libro «La interpretación de los sueños» —libro fundacional del psicoanálisis, el más extenso de Freud, que mayormente escribía artículos breves y ensayos cortos— Freud expone el primer modelo y la esencia del método analítico de interpretación de sueños, que vino a romper con la tradición —aún vigente en ciertas prácticas— de traducir los sueños dándole a cada uno una explicación estereotipada. Como suele hacerse en la vida cotidiana y en diversas culturas, a los sueños suele atribuírseles premoniciones sobre juegos de azar, catástrofes o desgracias futuras, desligando el sueño de la historia personal del sujeto y de su propia producción psíquica inconsciente.  De ese modo el sueño sería una puerta de conexión con una realidad trascendental.

Frente a ello Freud desarrolló un método de interpretación de los sueños, al que pretendió darle estatuto científico, extendiéndolo al resto de producciones del psiquismo.

El objetivo último de una interpretación es apuntar al deseo inconsciente del sujeto y al fantasma psíquico que lo encarna. La técnica de interpretación se emplea para producciones del inconsciente tanto de la vida psíquica normal, tales como actos fallidos, sueños, como de la patológica, por ej. síntomas obsesivos, manías. NOTA [4. Leserre, Daniel. El carácter científico del psicoanálisis: una reconsideración de la argumentación de Freud. Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. 2023, vol.43, n.143, pp.179-196. PDF: https://www.revistaaen.es/index.php/aen/issue/view/num-137]. El analista valorará si ciertas manifestaciones verbales y comportamentales requieren ser investigadas por llevar el sello del conflicto defensivo.

Podemos tener conciencia inmediata de nuestros estados anímicos pero no siempre de los conflictos y entramados psíquicos que lo producen. La hipótesis psicoanalítica de la actividad psíquica inconsciente concuerda con la propuesta de Kant a «(…) no desatender la condicionalidad subjetiva de nuestra percepción y a no considerar nuestra percepción idéntica a lo percibido incognoscible» NOTA [5. Freud, Sigmund. «Lo inconsciente». Obras Completas. Madrid: Biblioteca Nueva, 2006, pág. 2064.] en esa línea de pensamiento el psicoanálisis invita a no confundir la percepción de la conciencia con el proceso psíquico inconsciente, objeto de la misma.

Debido a que el material manifiesto a interpretar lo selecciona el propio psicoanalista tenemos aquí uno de primeros obstáculos en el trabajo analítico: la decisión del analista de seleccionar el material a analizar, hacer una lectura del mismo y por último tomar la decisión de comunicarla o no al paciente. Esto puede considerarse arbitrario y nada científico. Vemos aquí la dificultad de la tarea así como la responsabilidad ética del analista. Recordando que para Freud la interpretación no se debe practicar como un arte en sí, sino que su uso debe quedar sometido a las reglas técnicas del tratamiento analítico.

En ocasiones resultamos angustiados por nuestras propias producciones oníricas tales como un aconteciendo desgraciado, el deseo de dañar a alguien familiar, o mantener en el mismo una relación incestuosa. Todas ellas provocan como poco inquietud y una tentación de encontrarle un sentido o explicación rudimentaria a las mismas. Intentamos entender o interpretar nuestros sueños, nuestros actos, darles un sentido.

Es típico en sujetos bajo un estado paranoico el abuso de interpretaciones de gestos, de frases, de situaciones cotidianas y totalmente intrascendentes pero que para él llegan a tener valor crítico, incluso de riesgo para su existencia.

El analista debe evitar la tentación de precipitarse y de no centrarse en exclusiva en el contenido manifiesto del sueño relatado por el paciente, para dar paso a una interpretación del mismo, o mejor dicho, hacer uso de la técnica de la interpretación como un instrumento cuando el devenir del trabajo psicoanalítico lo requiera, intentando evitar que el mal uso de la interpretación coloque la tarea al borde de una cartomancia. A destacar lo que Lapanche y Pontalis en relación a palabra interpretación utilizada para traducir término alemán Deutung, ya que no contiene todos los matices del término alemán, más amplio y con mayores giros lingüísticos.

El relato que hace un paciente de una estado de malestar anímico, de un sueño, de un episodio de su vida cotidiana en una consulta o la conducta manifiesta de sus actos, es lo que en psicoanálisis se denomina contenido manifiesto. Este es la materia prima y el punto de partida para el analista, material con el que realiza su trabajo. La interpretación que el analista haga de el se halla en el núcleo de la doctrina y técnicas que instauró Sigmund Freud.

Inicialmente el objetivo técnico de la interpretación analítica es desvelar el deseo inconsciente y la posición psíquica que ocupa el sujeto. De este modo la interpretación dicha al paciente, al sujeto en análisis, es una de las intervenciones del analista en el trabajo analítico que consiste en intentar transmitirle al paciente la significación de un acto, del relato de un sueño, de un síntoma, de un malestar. Siguiendo la propuesta de Gregorio Klimovsky NOTA [4. Klimovsky, Gregorio. «Aspectos epistemológicos de la interpretación psicoanalítica». [aut. libro] R. Horacio Etchegoyen. Los fundamentos de la técnica psicoanalítica. Buenos Aires : Amorrortu editores, 1997, págs. 433-456.], en un artículo de incluido en el manual de R. Horacio Etchegoyen sobre técnica psicoanalítica, la interpretación, que no se limita a una explicación causal —punto crucial que intentaremos ampliar—, contempla al menos tres aspectos. El aspecto explicativo (epistemológico); el semántico (semiótico) y el aspecto instrumental. Para ampliar el primer aspecto, diremos brevemente que la epistemología es en esencia la disciplina científica, que dentro del extenso territorio de las ciencias filosóficas, estudia la base conceptual de una ciencia.

Podemos considerar aquí al menos tres aspectos de la interpretación psicoanalítica:

  • Epistemológico.
  • Semántico.
  • Instrumental.

A. Aspecto epistemológico

Se relaciona con el tipo de conocimiento que la interpretación pretende ofrecer. La interpretación analítica es una teoría de bolsillo sobre lo que puede haber detrás de un fenómeno manifiesto, sea este un acto fallido o logrado, una conducta, una frase, el relato de un sueño, un síntoma o un chiste. Este aspecto gnoseológico de la interpretación plantea problemas epistemológicos y por tanto éticos de la labor analítica. Al interpretar el analista formula una proposición, es decir, una sentencia declarativa susceptible de ser verdadera o falsa. La verdad o falsedad de la interpretación por su carácter hipotético no es conocida ni por el paciente ni tampoco para el propio analista. Dado el carácter conjetural de la interpretación emitida, sólo podrá ser ponderada por sus efectos, que podrán manifestarse en el analizante, en el propio analista y en definitiva en la propia relación terapéutica. Cómo puede llegar a manifestarse en cada uno de estos tres lugares se intentará valorar más adelante.

Hay disciplinas que estudian exclusivamente material empírico y otras, tomando los ejemplos que propone Klimovsky, tales como la química o la genética y el propio psicoanálisis operan con material que no es directamente observable. Mayormente las disciplinas del campo de la salud mental, en el esfuerzo de centrase el lo observable y en las categorías diagnósticas, llegan a afirmar que un sujeto que consume cocaína o alcohol en exceso se debe a que es cocainómano o alcohólico, una manera de entender la clínica asignando la causa al efecto. Sin duda alguna debido que en ese modo de abordar las problemáticas psicopatológicas no hay otra pretensión clínica para entender el fenómeno toxicómano.

Como hemos señalado en el caso del psicoanálisis el terapeuta dos tipos de materiales para desempeñar su trabajo. Por un lado el material empírico que ofrece el paciente y, por otro, un material hipotético, no visible directamente, que sería el contenido latente e inconsciente de la actividad psíquica del paciente, que intentará deducir del manifiesto. La conducta del paciente puede llegar a ser observable, pero no así la estructura psíquica inconsciente, las fantasías, afectos y deseos que la producen.

En las nuevas problemáticas encuadradas dentro de la categoría «identidad de género» se toma como verdadera la manifestación verbal del sujeto sobre su identidad. Su sentir, expresado en su relato, es decir, el contenido manifiesto, es tomado por verdadero sin tener ninguna otra consideración. Señalemos aquí que la «identidad» de un sujeto es una producción que va estrechamente ligada, por definición de la teoría psicoanalítica, al complejo mecanismo psíquico denominado «identificación». No nos extenderemos aquí en definirlos, solo haremos mención al postulado social y político enmarcado dentro del discurso de la «identidad de género» que considera que el sujeto es lo que dice que es. Es decir, el sujeto es lo que siente ser. En otro lugar ampliaremos e intentaremos  analizar estos planteamientos actuales.

Prosigamos.

La conducta de un paciente puede observarse, describirse y clasificarse, otra cuestión es considerar la estructura y mecanismo psíquicos que la sobredetermine. NOTA [5. «Sobredeterminación» es un concepto de la teoría psicoanalítica, para referirse a las formaciones del inconsciente —síntomas, sueños, lapsus, etc.—, las cuales, a su vez, remiten a una pluralidad de factores determinantes, que se organizan en secuencias significativas diferentes y que no responden a una lógica unidimensional que pueda localizar la causa ni las múltiples causas de dichas formaciones en un factor concreto.] La interpretación analítica pretende trascender la simple descripción y clasificación de la conducta observable del paciente así como el material verbal que transmita. Habitualmente la sociología y la psicología, apoyándose en las categorías de la psiquiatría, recurren a trastornos de personalidad para dar cuenta de la conducta de un sujeto. Esto conlleva el riesgo de desembocar en una explicación causalista de la conducta de un agresor del estilo “agredió debido a sus rasgos antisociales o psicopáticos”; o de otra persona que se suicidó “a causa de su carácter depresivo”, cuando en ocasiones detrás de un suicidio puede estar en juego una venganza hacia alguien cercano que seguirá viviendo y en definitiva será el que verdaderamente se verá afectado por el acto del suicida.

B. Aspecto semántico

Disciplinas como la biología o la astronomía requieren de instrumentos técnicos que posibiliten observar fenómenos que de otro modo sería imposible estudiar, instrumentos como un microscopio o un telescopio que para su correcta utilización requiere que el investigador disponga de los conocimientos necesarios, en este caso los que brindan la óptica y sus leyes. Sin esos conocimientos técnicos sería imposible interpretar y valorar los datos de la observación que brindan dichos instrumentos. Para el psicoanálisis la conducta puede ser observada directamente, mientras que las pulsiones o deseos inconscientes que la genera, no. La psicología y la psiquiatría empíricas consideran que lo científico es valorar lo directamente observable —como la conducta—, que será el material clínico primordial. En psicoanálisis por definición el espacio clínico es más amplio puesto que contempla pulsiones, deseos, afectos, etc., y, por tanto, epistemológicamente más arriesgado y complejo ejercer su práctica.

Para continuar con una definición posible del concepto de «interpretación», sigamos el esquema de razonamiento que propone Klimovsky. Tenemos por un lado el material observable [A] y por otro el material inobservable y por tanto conjeturable [B].

La interpretación intentará primero establecer elementos de [B] y luego vincularlos a [A]:

Un sujeto realiza el acto observable [A] perjudicial para otro sujeto y el actor manifiesta que no fue su intención; el análisis del contexto y del relato del sujeto puede llegar a la hipótesis de que el impulso para la ejecución del acto se encuentra un sentimiento de envidia inconsciente en el actor que le llevó a perjudicar al semejante [B]. Esta hipótesis de correspondencia puede tildarse, y con razón, de ingenua e incluso pretenciosamente especulativa. Sin embargo la vida cotidiana, sin necesidad de haber estudiado a Freud, pone infinidad de ejemplos que a los ojos de un neófito presentan afectos envidiosos, siendo probablemente la envidia el afecto de más sencilla detección en las relaciones humanas.

Tomemos otro ejemplo.

Un sujeto tiene todas las condiciones para la realización de un acto, obteniendo a priori, en el caso de ejecutarlo, un beneficio. Lo ha proyectado e incluso ha expresado con insistencia su interés en llevarlo a realiza. Pese a ello no lo realiza. ¿Qué misteriosa fuerza puede  inhibir a un sujeto a llevar a cabo un acto legitimo y beneficioso para él? El psicoanálisis propone que una fuerza inhibitoria que emana de una instancia hipotética que denomina «superyó» es la que impide al «yo» la ejecución del acto beneficioso. A la inhibición se sumará la correspondiente conciencia de culpabilidad y el reproche a sí mismo: el sujeto sentirá conscientemente la culpa por la frustración de no haber ejecutado el acto.

No cabe duda alguna de que ese misteriosos mecanismo psíquico que Freud llamó «superyó» es invisible a los ojos, como la culpa que pueda sentir un sujeto y que solo se hará visible, por ejemplo, si se fustiga en público con golpes de soga en la espalda en una ceremonia religiosa o pagana. En el lenguaje cotidiano, incluso el de los psicólogos y psiquiatras, no es raro escuchar que tal o cual persona carga con una culpa desproporcionada o innecesaria.

La literatura, los estudios filosóficos clásicos y por supuesto la religión, aportan infinidad de relatos en torno a la culpa y el castigo. La inhibición de un sujeto puede resultar intrigante para un testigo y sobre todo para el propio sujeto, que además sufre y se atormenta por «reprimir» una conducta legítima, beneficiosa y quizá merecida como si se impusiera un castigo a sí mismo. La hipótesis de la existencia de dicha instancia psíquica denominada «superyó» la considera el psicoanálisis contrastada apoyándose en infinidad de casos clínicos a lo largo de su joven historia. Para alguien ajeno al psicoanálisis no vería un «superyó» inhibiendo al «yo», vería sólo una conducta incomprensible. Que un sujeto no lleve a cabo un acto que puede llegar a ser beneficioso o placentero, puede llegar a entenderse algo mejor si se le atribuye a la existencia un sentimiento culposo o de no merecimiento.

Los que fracasan cuando triunfan…

En un artículo, publicado en 1916, Freud describió inquietantes rasgos del comportamiento humano habituales en nuestra cultura, intentando dar una explicación lógica a los mismos. Uno de ellos se da en aquellos sujetos que en determinadas circunstancias «fracasan cuando triunfan», es decir, cuando una vez cumplido un objetivo largamente deseado, el sujeto no experimenta la felicidad esperada y por el contario entra en un estado de abatimiento incluso de tristeza. Los otros rasgos que Freud relacionó con los «pálidos delincuentes» de NietzscheNOTA [5. Nietzsche, Friedrich. Así habló Zaratustra. Traducción de Andrés Sánchez Pascual. Madrid : Alianza, 2003. págs. 70-72.] se refieren a aquellos sujetos que cometen actos prohibidos y que su ejecución y posterior castigo se enlazan a un alivio psíquico. Freud atribuyó dichos actos a un penoso sentimiento de culpabilidad previo de origen desconocido y que una vez cometida la falta y ser castigada, quedaba mitigada la presión de dicha culpa. Es decir, el sentimiento de culpa sería previo al acto, y el castigo recibido por su ejecución se asociaría a aquél. NOTA [6. Freud, Sigmund. «Varios tipos de carácter descubiertos en la labor analítica». Obras Completas. Madrid : Biblioteca Nueva, 2006, págs. 2413-2428.]

A un estudiante de biología se le enseña a utilizar correctamente un microscopio y a leer los datos que este le facilita, pero ¿de manera a un estudiante de psicoanálisis se le enseña a colegir el contenido latente del psiquismo de un paciente a partir del contenido manifiesto? ¿Cómo se transmiten esas leyes propias del psicoanálisis al futuro practicante?  Un microscopio es un instrumento material manipulable que permite observar fenómenos invisibles  simple vista. No hay instrumentos análogos que permitan observar el inconsciente ni sus leyes.

Las leyes de la lógica del psiquismo humano, son por la naturaleza de este, necesariamente especulativas, por tanto, la aplicación rigurosa del método científico al psicoanálisis presentará siempre dificultades. Por tanto ¿cómo se puede explicar las conducta de un sujeto que difícilmente llevaría a cabo en soledad pero que sí realiza inmerso en una masa?

El psicoanálisis tiene una propuesta de explicación: mediante el mecanismo principalmente inconsciente que denomina «identificación», término que forma parte tanto del lenguaje corriente como del filosófico, pero con un significado y valor conceptual propio.

Los corredores de bolsa también pueden dar cuenta de otra disciplina cuyas fluctuaciones son impredecibles, y recurren para ello a leyes del orden de lo probabilístico. Si un periódico de prestigio o de máxima difusión, que en realidad es casi lo mismo, publica que a partir del lunes la gasolina subirá un 100%, las colas de la población para abastecerse podrán ser interminables. Las personas harán acopio de todo el combustible posible y que duda cabe que el día martes, ante la escasez de suministro, el precio se elevará sustancialmente, quizá el 100% anunciado. Leyes sociológicas dirán que el efecto de la noticia es producto del estado de pánico en la población, pero difícilmente pueda dar cuenta del modo en que ese pánico se produce en el psiquismo de cada sujeto de dicha población. El pánico es un afecto que se propaga velozmente en la masa. Hemos visto también el acopio de mercadería en los domicilios durante la reciente pandemia. Los medios difundieron las noticas del encierro forzoso y el desabastecimiento debido a la baja de producción industrial, y la consecuencia inmediata fue el pánico en la población que llenaba las despensas, incluso más allá de sus posibilidades económicas.

Efecto de la interpretación en el paciente

Lo inconsciente no existe, sino insiste.

Juan Carlos De Brasi

La interpretación analítica puede ser rechazada por el paciente, serle indiferente o por el contrario producir una actitud adaptativa a la misma, de forma verbal o manifiesta a través de su conducta. El grado de acierto o desatino de la interpretación influirá en las diversas respuestas posibles.

En la vida cotidiana nos encontramos con numerosos intentos de interpretación rudimentaria, entre ellos en el contexto escolar. Por ejemplo cuando se intenta dar una explicación a la conducta «inadecuada» de un niño y nos encontramos con docentes o psicólogos del centro educativo que arriesgan interpretaciones tales como que el infante es introvertido debido a que en casa observa a diario conductas agresivas de sus padres que le atormentan. Tal afirmación no es más que una opinión sesgada por la carga ideológica del que la emite. Sin duda dichas conductas tendrán algún efecto en el niño, pero no necesariamente determinarán sin más su conducta. En la misma línea de realizan diagnósticos como autismo, asperger, etc., que se deducen de conclusiones extraídas de la lectura de un rasgo o un estado anímico temporal propio de la evolución y desarrollo de un niño. 

Los actos diagnósticos precipitados aplicando un psicologismo vulgar, tienen que ver, además de estar en relación con el déficit de formación adecuada, con la necesidad de los propios profesionales de justificar sus funciones: académicas en el caso del ejemplo del docente, sanitarias en el caso de un trabajador de la salud. El diagnóstico psicopatológico construye en el mismo momento que se le comunica al paciente los muros de una posible  cronicidad que el paciente quizá no pueda atravesar, quedando atrapado tras de el.

La supervisión clínica

En una supervisión clínica, un psicoterapeuta relató que en un encuentro de terapia familiar llegó a la conclusión, y así se lo expresó a los padres, que la envidia entre sus hijos se debía era la causa de ciertos comportamientos agresivos entre ellos.  El supervisor le señaló de qué modo en una sola sesión pudo llegar a esa «interpretación», sin más valoraciones, entrevistas, etc. Este modo de trabajo hace que la sesión grupal no sea más que una reunión formal sin valor clínico, salvo por el hecho del espacio donde se produce, el tiempo que conlleva y el pago de la misma. La lectura que hizo el psicoterapeuta no es más que una opinión personal estereotipada sin mas fundamento que el de su intuición, como sucede en las tertulias de los medios de comunicación de masas. La certeza de la conciencia aparente inmediata de lo dado no implica un verdadero saber sobre ello.

Lo que el terapeuta manifestó a los padres se reduce a una explicación rudimentaria, que estos incluso pueden recibir agradecidos, ya que de este modo la causa del “problema” entre sus hijos se debe al afecto envidioso entre ellos, liberándose de ese modo de tener alguna responsabilidad en la situación familiar. Este ejemplo real de una intervención terapéutica de un profesional pone de manifiesto la necesidad de no solo la formación continuada del profesional, sino de su propio análisis personal y de la supervisión clínica, espacio donde dará cuenta a otro, con mayor recorrido, de su propio trabajo e intervenciones, no a modo de vigilancia y control, sino como condición de posibilidad de construcción de un verdadero, dentro de lo posible, caso clínico.

La relación clínica no se establece por el solo hecho de aplicar reglas básicas de un necesario encuadre terapéutico. Destaquemos aquí que una sesión clínica puede producirse en un encuentro de acompañamiento terapéutico en las zonas comunes de un hospital o en un parque público, si las premisas anteriores —formación, análisis personal y supervisión clínica— están establecidas.

Lo que da entidad clínica a un encuentro terapéutico es el marco epistemológico que lo sostenga.

Decir que un niño no tiene capacidad para estudia música “debido que es hiperactivo”, equivale a decir que un sujeto consume cocaína en exceso por ser “cocainómano”. Factores que por otra parte, juristas utilizan como atenuantes ante un acto delictivo que cometió un sujeto, en un intento de rebajar una condena o intentando impedirla, intentando de este modo desligar la responsabilidad moral del sujeto de su propio acto, atribuyéndolo a cuestiones «psicopatológicas».

C. Aspecto instrumental de la interpretación

Las modernas técnicas de comunicación erosionan el arte de la conversación y el diálogo, creando una proximidad artificial que devalúa la relaciones cotidianas, empobreciendo el lenguaje común de manera alarmante. Hecho que se agrava en las relaciones académicas maestro-alumno y la relaciones clínicas médico-paciente con los encuentros “virtuales”, acrecentados también por las circunstancias de la reciente pandemia. Puede parecer indudable la devaluación del valor pedagógico de un seminario o de una consulta médica realizadas de este modo.

Todo paciente que presenta una problemática psíquica tiene una fisura en la capacidad para el diálogo, por tanto la recuperación de ella se presenta como el proceso mismo de la curación. NOTA [7. Gadamer, Hans-Georg. Verdad y método II. Salamanca : Ediciones Sígueme, 2015. pág. 208.] La comunicación con el entorno pudo interrumpirse o estar afectada por estados anímicos, sociales, económicos o ideas delirantes respecto a la realidad exterior en casos de mayor gravedad psíquica. La incapacidad para el diálogo es una de las manifestaciones centrales de las problemáticas psíquicas que por lo general el propio paciente no reconoce, manifestando incapacidad de escuchar y de expresarse. Es necesario mantener un diálogo interno con uno mismo como anticipo del dialogo con otros, sin caer en un monólogo interminable con uno mismo que solo conduce a la paranoia.

En ocasiones al paciente se lo reduce a un informe clínico —sin duda imprescindible para la comunicación entre los propios profesionales, pero de dudoso valor para el propio paciente—, y a las etiquetas diagnósticas que lo identifican como algo ya pensado. De forma análogo a la fórmula hegeliana de donde la «conciencia de si» no está al comienzo sino al final, NOTA [8. Ricœur, Paul. El conflicto de las interpretaciones. México : Fondo de Cultura Económica, 2003. pág.] el diagnóstico se construye a posteriori en el marco del diálogo terapéutico con el paciente.

Una interpretación equivocada dicha a un paciente, señala Freud, no tendrá efecto frente a una acertada. Así como la eficacia instrumental de una interpretación no está ligada necesariamente a la verdad de la misma sino a lo que moviliza en el psiquismo de un paciente. Ahora bien, sabemos que el éxito de una campaña publicitaria no está ligado a la calidad de la mercancía que se ofrece, sino al contexto del mensaje, como bien se puede comprobar en las campañas electorales. La ideología y expectativas de los destinatarios tendrá mucho que ver en la aceptación del producto ofrecido. Pero Freud señala algo que consideramos interesante. La ideología de un paciente, arraigada en su psiquismo, no es suficiente para que los efectos de una interpretación acertada se evidencien.

Ejemplos de interpretaciones rudimentarias en la vida cotidiana los encontramos en el territorio del periodismo. Estamos acostumbrados, incluso abrumados por el ejercicio de interpretación al que someten los periodistas y analistas políticos los hechos de la vida social, económica y política. Interpretan sin tener en cuenta el contexto histórico de un acontecimiento o un hecho puntual. Ignoran los hechos desde la perspectiva histórica en la que se produce y transmiten información, en definitiva, la opinión personal o la línea de opinión dictada por el medio o agencia para la que trabaja.

La interpretación, señala Klimovski, requiere creatividad e ingenio por parte del analista, evitando aplicar fórmulas verbales estereotipadas y como todo oficio grandes dosis de arte. Esto sólo puede lograrlo mediante el estudio, la formación continuada e interminable, el análisis personal y la supervisión clínica, que como hemos señalado, obliga a dar cuenta a otro profesional con la adecuada formación, de las frases y dichos que se le dicen a los pacientes. A esto hay que sumarle, como afirmaba Lacan, la necesidad de unir el horizonte propio a la subjetividad de la época, NOTA [9. Lacan, Jacques. «Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis». Escritos 1. México : Siglo XXI, 2009, pág. 308.] es decir, el conocimiento de las condiciones de existencia sociales, económicas, culturales de la sociedad en la que ejerce su profesión. El oficio de analista tampoco se garantiza con años de práctica. Sabemos de profesores dedicados al trabajo académico durante años o dentistas que por muchos años que ejerzan la profesión no llegan a ser buenos profesionales. La experiencia y el tiempo de ejercicio, es obvio decirlo, no es garante para llegar a ser un buen trabajador en el desempeño de una profesión.

La «interpretación» es una «construcción»

Freud en ocasiones prefiere utilizar el concepto «construcción» en lugar del de «interpretación» por considerarlo más apropiado cuando la tarea consiste en reconstruir un fragmento de la historia vital del paciente:

«Si en los trabajos sobre técnica psicoanalítica se dice tan poco acerca de las “construcciones” es porque en lugar de ellas se habla de las “interpretaciones” y de sus efectos. Pero creo que “construcción” es desde luego la palabra más apropiada. El término “interpretación” se aplica a alguna cosa que uno hace con algún elemento sencillo del material, como una asociación o una parapraxia. Pero es una construcción cuando uno coloca ante el sujeto analizado un fragmento de su historia anterior (…)» [10. Freud, Sigmund. «Construcciones en psicoanálisis». Obras Completas. Madrid : Biblioteca Nueva, 2006, págs. 3367-3373.]

Para Freud la diferencia radica en que una interpretación se refiere a un elemento simple que ofrece el material manifiesto del paciente como puede ser un acto fallido o el relato de un sueño, mientras que la construcción abarcaría un lapso de tiempo histórico olvidado por el paciente. Sin duda esta diferenciación es problemática. Una interpretación puede referirse a un acto fallido del presente, pero es indudable, siguiendo los postulados del propio psicoanálisis, que todo acto tiene un recorrido de construcción histórica aunque se manifieste en un instante.

Parece razonable pensar que una interpretación implica de por si una construcción, una invitación al paciente a construir y ordenar el argumento de la obra teatral que el mismo actúa. En ambos casos, más allá de la definición de los términos, ni la aceptación ni el rechazo de la hipótesis dicha al paciente deciden sobre su validez. Tanto como que el paciente la de por valida como errónea sólo podrá valorarse a posteriori.

La interpretación psicoanalítica no es ni una recolección de sentido, ni una exégesis. Pensarla de ese modo es abandonar el concepto de inconsciente. La interpretación dicha al sujeto en el marco analítico pretende poner en marcha la producción del inconsciente. Ella no depende ni de las ocurrencias ni del ingenio del analista. Tampoco es una llave que abre la puerta y libera a las explicaciones causales que moraban inquietas en el desván de la «mente» del paciente. Insistimos, no hay posibilidad alguna de interpretación ética sin formación del analista, análisis personal y supervisión de su trabajo.

Cualquiera de estos tres factores que no estén presentes en la labor desautorizan al interpretador. La interpretación es un trabajo productor de sentido, ya que interpretar no se reduce a desvelar un sentido oculto, de serlo el psicoanalista trabajaría bajo la premisa de la categoría vulgarmente extendida de «subconsciente», y la interpretación vendría a descubrir algo que oculto debajo de la conciencia. Por el contrario la interpretación no pone de relieve un sentido oculto, sino que es productora de sentido. Un ejemplo es el delirio que construye un paciente, que representa un modo de armar un relato propio sobre un fragmento de su existencia que le resulta imposible simbolizar.

Respecto al rechazo posible por parte del paciente de la interpretación que el analista le envía, no es a priori simple resistencia ni transferencia negativa. En ocasiones el paciente puede estar vislumbrando la omnipotencia del terapeuta, su impostura, voluntad de sometimiento o simplemente su impericia. [11. De Brasi, Juan Carlos. «Una perspectiva sobre la interpretación psicoanalítica». EPBCN Espacio Psicoanalítico de Barcelona. 12 de mayo de 2012: https://www.epbcn.com/pdf/juan-carlos-de-brasi/ 2012-05-12-una-perspectiva-sobre-la-interpretacion-psicoanalitica.pdf]





Problemáticas de la alimentación: «anorexias»

La persona «anoréxica» invierte toda su energía, todos sus actos y pensamientos, en un síntoma: la «comida». El síntoma «anoréxico» viene a encubrir otras problemáticas en juego en la constitución de un sujeto. Implica sustituir preguntas existenciales tales como si «soy un hombre o una mujer», sustituyéndolas por afirmaciones enigmáticas tales «no como porque soy anoréxico», desembocando en ocasiones en desechar toda posibilidad de relación afectiva o sexual, girndo todo en torno al significante «comida» como también se observa en el toxicómano, cuyo mundo gira en torno a la sustancia tóxica.



En una carta enviada a Wilhelm Fliess conocida como el «Manuscrito G», Freud hace una de sus primeras menciones al padecimiento que se conoce como «anorexia mental», haciendo una articulación de esta afección con la melancolía:

  • El afecto correspondiente a la melancolía es el del duelo, o sea, la añoranza de algo perdido. Por tanto, acaso se trate en la melancolía de una pérdida.

  • La neurosis alimentaria paralela a la melancolía es la anorexia. Me parece (tras una buena observación) que la famosa anorexia nerviosa de las niñas jóvenes es una melancolía en caso de sexualidad no desarrollada. La enferma indicaba no haber comido simplemente porque no tenía ningún apetito, nada más. Pérdida de apetito = en lo sexual, pérdida de libido [1. Sigmund Freud. «Manuscrito G», Cartas a Wilhelm Fliess, Amorrortu, Buenos Aires, 1994, p. 98.].

 El término anorexia, que proviene del griego a/an —negación—, orégo —apetecer—, ya fue utilizado por los médicos de la antigüedad clásica desde Dioscórides a Galeno.

Sorano por su parte, en su tratado ginecológico, asoció la anorexia con los caprichos de las embarazadas o con la menstruación [2. Fuente Diccionario médico-biológico, histórico y etimológico, dirección URL: http://dicciomed.eusal.es/palabra/anorexia.]. La primera aproximación a la anorexia nerviosa se debe a Richard Morton, que en 1689, en su Ciencia de la consunción o estudios sobre la consunción, describe el caso de una mujer de 18 años, de una delgadez extrema, que se priva voluntariamente de la comida sin que se descubra ningún motivo somático para ello. En 1873 el psiquiatra francés Charles Ernest Lasègue publica un trabajo titulado «De l’anorexie hystérique», y el médico inglés William W. Gull en 1868 describió la mayor parte de los síntomas que se asocian hoy a la enfermedad, utilizando la expresión apepsia hysterica.

La anorexia plantea varios problemas clínicos.

En primer lugar, el de si se trata de un síntoma o un síndrome asociado a algunas estructuras neuróticas o incluso psicóticas, si se consideran las distorsiones delirantes sobre la imagen propia del cuerpo, o perversas, o si en cambio se trata de una estructura particular, con entidad propia.

El sujeto anoréxico invierte toda su energía, sus actos, pensamientos, en un síntoma, la «comida». El síntoma «anoréxico» viene a encubrir otras problemáticas en juego en la constitución de un sujeto. Implica sustituir la pregunta sobre si «soy un hombre o una mujer», por la afirmación «no como porque soy anoréxico», que desemboca en terminar por desechar toda posibilidad de relación afectiva o sexual, como también se observa en el toxicómano, cuyo mundo gira en torno a la sustancia tóxica.

Las distorsiones delirantes de la imagen del cuerpo han llevado a algunos teóricos a considerar al fenómeno anoréxico dentro de los trastornos psicóticos, pero sabemos que la distorsión delirante de la realidad no es exclusiva de las psicosis. Lacan, refiriéndose a la anorexia mental, como así la llamaba, planteó aquellos casos en que la madre omnipotente no da lugar a que algo falte, donde la anorexia pasa a ser «un deseo de comer nada y no de no comer nada». Lacan puso en relación la anorexia mental, como así la llamaba, con la presencia de una madre «omnipotente», que no permite que nada falte a su hijo/a. En este caso, la anorexia pasaría a ser un deseo de «comer nada» y no de «no comer nada». El único modo que tiene el niño de que su madre todopoderosa fracase es «comiendo nada», y el niño pasa de este modo a ejercer el poder al precio de enfermar. En las anorexias, por lo general, hay una ausencia de la intervención del padre que ponga límite a la madre y le señale que no es todopoderosa, puesto que el padre también cayó bajo la sombra de la esposa-madre, pasando a ser un padre des-autorizado.

«(…) la anorexia mental no es un no comer, sino un no comer nada. Insisto—eso significa comer nada. Nada, es precisamente algo que existe en el plano simbólico. No es un nicht essen, es un nichts essen. Este punto es indispensable para comprender la fenomenología de la anorexia mental. Se trata, en detalle, de que el niño come nada, algo muy distinto que una negación de la actividad. Frente a lo que tiene delante, es decir, la madre de quien depende, hace uso de esa ausencia que saborea. Gracias a esta nada, consigue que ella dependa de él».  [3. Jacques Lacan. «El falo y la madre insaciable», El seminario, libro 4: La relación de objeto, op. cit., p. 187.]

 En relación al método psicoanalítico para el tratamiento de las diferentes neurosis, Freud afirma que:

«Del mismo modo que entre la salud y la enfermedad no existe una frontera definida y sólo prácticamente podemos establecerla, el tratamiento no podrá proponerse otro fin que la curación del enfermo, el restablecimiento de su capacidad de trabajo y goce. Cuando el tratamiento no ha sido suficientemente prolongado o no ha alcanzado éxito suficiente, se consigue, por lo menos, un importante alivio del estado psíquico general, aunque los síntomas continúen subsistiendo, aminorada siempre su importancia para el sujeto y sin hacer de él un enfermo» [4. Sigmund Freud. «El método psicoanalítico de Freud», O.C., p. 1006.]

Resalta Freud que el procedimiento terapéutico «es, con pequeñas modificaciones, el mismo para todos los cuadros sintomáticos de las múltiples formas de la histeria y para todas las formas de la neurosis obsesiva», salvo en aquellas formas de histeria, como las anorexias, donde se impone la necesidad de mitigar con rapidez el síntoma, como es obvio, ya que la salud física del enfermo está gravemente perjudicada, para luego, o paralelamente al proceso de contención y recuperación del deterioro físico y las graves consecuencias de la inanición, instaurar poco a poco el trabajo analítico a través de la palabra. En estas primeras fases del tratamiento, la implementación de un dispositivo de acompañamiento terapéutico va creando las condiciones de posibilidad de un tratamiento psíquico diluyendo los estados de confusión mental y depresivos de inactividad.

Las complicaciones médicas que conlleva el rechazo alimentario —disminución de la densidad mineral ósea, complicaciones gastrointestinales, trastornos endocrinológicos, etc.— dan a esta problemática una complejidad añadida. El rechazo a alimentarse es un síntoma que puede presentarse en muchos casos —problemáticas fóbicas, obsesivas, psicosis, etc.— y en diferentes edades. En las manifestaciones anoréxicas se observa que la necesidad vital de alimentarse entra en contradicción con la conducta manifiesta, esto es, el deseo de comer nada del anoréxico, sobre todo «si el Otro que tiene claro lo que necesita se entromete y en lugar de lo que no tiene le atiborra con la papilla asfixiante de lo que tiene, es decir confunde sus cuidados con el don del amor». [5. Jacques Lacan. «La dirección de la cura y los principios de su poder», Escritos, Siglo XXI, México, 2001, p. 608.]. Lacan sentencia que el niño al que alimentan con más «amor» es aquel que rechaza el alimento y juega con ese rechazo como si fuera un deseo, y añade:

A fin de cuentas, el niño, al negarse a satisfacer la demanda de la madre, ¿no exige acaso que la madre tenga un deseo fuera de él, porque es éste el camino que le falta hacia el deseo? [6. Ibídem.].

Si se consideran estos planteamientos e interrogantes que se abren sobre el deseo en la infancia, las incógnitas sobre la sexualidad, las necesidades y demandas de este período de la vida, el lugar del deseo materno y la eventual abstinencia del padre en ejercer su función como tal, el problema se presenta en toda su complejidad: buscar la causa desencadenadora de los trastornos de la alimentación en la influencia de la talla de la ropa que se publicita como proponen algunos enfoques médicos y psicológicos o limitarse a razones meramente estéticas para dar cuenta de los fenómenos anoréxicos —fenómenos que competen al territorio de las histerias o melancolías, donde siempre es el cuerpo sexuado lo que se esconde, difuminándose en la delgadez o en la gordura, tanto en los fenómenos anoréxicos como en los bulímicos— resulta por tanto desacertado o demasiado simplista. Por tanto, para el tratamiento de estos fenómenos que implican un padecimiento claramente histérico, ¿es suficiente confrontar al anoréxico con su cuerpo reflejado en un espejo?; ¿el cuerpo frágil y delgado que «ve» el anoréxico es el mismo cuerpo que ve el médico y los terapeutas que lo observan?; ¿se puede convencer al paciente de que su vida está en peligro?; ¿tiene algún valor clínico el consejo nutricional? La multiplicidad de los procesos psíquicos en juego no se domeñan queriendo o forzando al anoréxico a que se alimente. Los pacientes con problemáticas anoréxicas mantienen sus «facultades mentales» intactas, es decir, responden a la que podríamos llamar lógica cotidiana, excepto en lo que respecta al alimento, por lo que es habitual que para un paciente de larga duración sus cercanos consideren normal que esté extremadamente delgado como si esto fuera una característica de su «personalidad» o estilo de vida, puesto que puede llegar, en muchos casos, un momento en que el paciente ya no transmite sufrimiento, o mejor dicho, no manifiesta verbalmente sufrimiento.

La anorexia la observamos como el rechazo de toda satisfacción, es decir, el mantenimiento persistente de un deseo insatisfecho a cualquier precio, consiguiendo así que ese deseo se mantenga eternamente vigente: «Cuando en alguna época de mi vida he alcanzado algo de peso y mejoró mi aspecto físico, sentí mucho miedo de que ese momento de satisfacción se acabara», verbalizó una paciente anoréxica en una sesión. La misma paciente afirmó en otra ocasión que con la desaparición de la menstruación había dejado de ser mujer, y por consiguiente de sentirse deseada, «lo que», añadió, «a veces me alivia».

Un síntoma, que cumple la función, entre otras, de mantener oculto un deseo inaceptable, es decir, satisfacer el deseo de mantener un deseo insatisfecho, puede ser considerado un signo —tal como lo contempla la medicina, por ejemplo, delgadez extrema como signo de anorexia— o puede ser considerado un significante a partir del cual el analista invitará al paciente que lo sufre a hablar sin ser cuestionado ni taponado con una explicación causalista circular —como por ejemplo: «Ud. no come porque padece anorexia»—, que fija al paciente en su síntoma, pasando este último a ser una seña de identidad, como pudiera ser la lengua que habla o el color de los ojos.

Una paciente relató en una sesión lo insoportable y desagradable que era para ella ver como su padre miraba los cuerpos de las mujeres por la calle; evidentemente no puede atribuirse a la mirada que su padre tenía sobre las mujeres el origen de un padecimiento anoréxico, pero la compleja red de elementos psíquicos alrededor de esa forma de mirar del padre o la significación de dicha mirada paterna que construyó la paciente puede ser una de las innumerables aristas sobredeterminadas —inconscientemente— del que podríamos llamar el fractal psíquico.

Los conceptos freudianos han sido erosionados de forma paulatina en ocasiones y torpe en otras por las propias autodenominadas escuelas psicoanalíticas. La aparente incomprensibilidad de algunos de dichos conceptos o el intento de vulgarizarlos para que lleguen al habla común, o el temor ante la feroz crítica de los aparatos de poder oficiales, ya sean éstos académicos o sanitarios, por la aparente falta de valor científico de los mismos, en un intento de congraciarse con dichos poderes por parte de algunas de las corrientes psicoanalíticas, han llevado a éstas a rechazar por ejemplo un concepto crucial como el de «pulsión de muerte», sin el cual cualquier práctica que pretenda enmarcarse dentro del «psicoanálisis» no es más que una psicoterapia centrada en la «psicología del yo», [7. Con el nombre de «psicología del yo» se conoce a una corriente desviada del psicoanálisis que surge en los EE.UU. que considera al yo —que en realidad es el síntoma fundamental del sujeto— el centro de la vida anímica de los «individuos» en detrimento del ello, el superyó y por tanto del inconsciente.] que pretende reforzar a éste, a la llamada «auto-estima» del sujeto y que por tanto desconoce el inconsciente.

No se puede forzar a un paciente a que coma, esto sólo consigue que el paciente se revuelva y defienda con su propia vida el no querer estar satisfecho. En el empuje a la muerte, no solo biológica, que se manifiesta en la anorexia a través de un cuerpo asexuado, el sujeto anoréxico se comporta como si la anatomía no existiese, tal como ocurre en las parálisis motrices orgánicas e histéricas [8. Sigmund Freud. «Estudio comparativo de las parálisis motrices orgánicas e histéricas», O.C. p. 19.].





Toxicomanías: el malestar en la adicción

La toxicomanía precipita un saber y causa una prisa por concluir. [1. Silvie Le Poulichet. Toxicomanías y psicoanálisis. Amorrortu, Buenos Aires, 1990.]

Sylvie Le Poulichet.



Definiciones de «drogodependencia»

Existen múltiples definiciones de drogodependencia, entre ellas podemos citar la de la O.M.S. que la considera un «estado psíquico y a veces físico, resultante de la interacción de un organismo vivo y una droga, caracterizado por un conjunto de respuestas de comportamiento que incluyen la compulsión a consumir la sustancia de forma continuada con el fin de experimentar efectos psíquicos o en ocasiones evita la sensación desagradable que su falta ocasiona» [2. O.M.S., Glosario de términos de alcohol y drogas. Ministerio de Sanidad y Consumo, Madrid, 2008.]

Por su parte, el DSM-IV considera la drogodependencia como «una categoría diagnóstica que se observa por la presencia de signos y síntomas cognitivos, conductuales y fisiológicos que señalan que el individuo ha perdido el control del uso de sustancias psicoactivas y las sigue consumiendo a pesar de las consecuencias negativas», pasando a enumerar los criterios para establecer el diagnóstico de dependencia de sustancia por la presencia de diversos signos por un período continuado de doce meses, entre ellos:

  • Abstinencia
  • La sustancia es consumida por un periodo mayor de lo que se pretendía
  • Existencia de un deseo persistente o esfuerzos infructuosos de controlar o interrumpir el consumo.
  • Empleo de mucho tiempo en actividades relacionadas con la obtención de la sustancia.
  • Reducción de importantes actividades sociales, laborales, recreativas debido al consumo.
  • Consumo a pesar de tener conciencia de problemas psicológicos o físicos recidivantes o persistentes que parecen causados o exacerbados por el consumo.

La presencia de tres de estos síntomas durante un periodo mínimo de un mes permite efectuar el diagnóstico de dependencia de sustancias, abordando ambas definiciones la cuestión descriptiva de la conducta de consumo. Al igual que ocurre con otros trastornos relacionados con sustancias, la adicción se acompaña a menudo de otros trastornos psiquiátricos: unos siguen al inicio del consumo adictivo, como los trastornos del estado de ánimo, y consumo de alcohol, otros parecen ser previos, como trastornos de ansiedad, trastorno de la personalidad, déficit de atención. Los estudios clínicos sobre comorbilidad señalan que los trastornos asociados más frecuentes son:

  • Trastorno depresivo mayor
  • Trastornos bipolar tipo II
  • Trastorno ciclotímico
  • Trastornos de ansiedad
  • Trastorno antisocial de la personalidad.

Con lo cual hay un momento previo a la adicción, y unos efectos producto de ella, tal como lo reflejan los manuales DSM-IV. La presentación simultánea de patología psíquica y adictiva es lo que se ha denominado «patología dual», donde tanto la patología psiquiátrica como la adictiva pueden ser causa o resultado de la otra.

Intervenciones interrogadas

Toda intervención clínica estará relacionada con la concepción que se tenga de los términos «salud» y «enfermedad»: las estrategias terapéuticas nunca van separadas de los presupuestos conceptuales o ideológicos que las sostengan. Una idea extendida en la práctica sanitaria sostiene la necesidad de dar una solución práctica y rápida a la enfermedad.

Con respecto a las toxicomanías, las prácticas clínicas cuyo soporte epistemológico es la teoría psicoanalítica buscan restituir un lugar a la subjetividad destituida en el sujeto toxicómano, esto es, «dar la palabra» al sujeto, siguiendo la concepción hipocrática de establecer un diálogo clínico con el paciente, lo que implica la «construcción» del diagnóstico entre médico y paciente, a través de la escucha y la circulación de la palabra que, en el caso, por ejemplo, de los pacientes toxicómanos, se interrumpió o no se produjo nunca.

En todo malestar psíquico, el recurso exclusivo a anestésicos y lenitivos estandarizados, que en un principio calman o alivian el dolor psíquico o físico, no permite por sí solo esta restitución de la subjetividad, al no contemplar la singularidad de cada caso.

Los enfoques terapéuticos, que trabajan sobre la parte observable del fenómeno de consumo, al no considerar el concepto de inconsciente rápidamente asocian el hábito de consumo a una estructura en sí, sin considerar que tras de él subyace un síntoma psíquico y social complejo. No podrá producirse ningún efecto «terapéutico» mediante la insistencia en decir a un paciente que deje de consumir drogas, ni mucho menos será de utilidad alguna prevenirle de lo perjudicial que puede resultarle consumirlas, ya que sabemos que la prevención de aquello que obviamente puede llegar a ser perjudicial, es decir, impulsar su evitación, opera inconscientemente en el mismo nivel discursivo que el de la promoción.

¿Pero cómo trabajar terapéuticamente con un sujeto frágil que tras un semblante de dominio, de control omnipotente, encontramos que es incapaz de lidiar con la angustia del existir, imposibilitado de tolerar la espera?

Generalmente, hay un tiempo prolongado, entre esos primeros indicios de debilidad, esto es de consumo, y la respuesta y reconocimiento de los episodios de consumo por parte del entorno familiar, social, escolar, etc.; a las familias por lo general les cuesta asimilar la situación, es decir, aceptar que aquello que han visto fuera de su núcleo familiar, en la calle, en los medios de comunicación, les esté ocurriendo a ellos.

El malestar contemporáneo

Las adicciones constituyen un síntoma social, que pone en evidencia un padecimiento personal y las condiciones del malestar en nuestra cultura. Todos somos adictos en potencia; las sustancias «generadoras» de adicción revisten una serie de atractivos desde los más «licenciosos» a los más «virtuosos»: alcohol, sexo, drogas, las nuevas tecnologías y sus objetos de consumo, etc.

La civilización va dejando grietas ante las cuales los sujetos no siempre pueden responder de la mejor manera. La pregunta que surge aquí sería: ¿qué elementos personales, sociales y familiares están en juego para que algunos sujetos se tornen consumidores en exceso y pasen a ser adictos?

El discurso social a través de sus medios publicitarios nos habla del bienestar obtenido por el «objeto adecuado» para satisfacer cualquier necesidad, en este sentido el toxicómano está en la delantera de una sociedad concebida para satisfacer paradójicamente el principio del placer (inmediato), cortocircuitando la palabra, el trabajo, el amor, el deseo, el reconocimiento del otro.

Mientras el sujeto está incorporado a la maquinaria social productiva, por ejemplo, el drogadicto «ejecutivo» que puede pagar su droga o el que toma antidepresivos sin control y puede continuar sus actividades cotidianas, la problemática permanece oculta, en silencio. Cuando un sujeto consume sustancias (estimulantes, antidepresivos, alucinógenos, etc.), cree obtener algo que potencia su relación con el goce.

Ser hoy «anoréxico», «bulímico», «toxicómano», da una identidad al sujeto, al precio de un estrago en la vida. El sujeto cree que puede sostener esa falsa identidad así como cree en la posibilidad de que hay un «control» en el consumo. Sin embargo, el toxicómano no es aquel que ha perdido dicho control, sino un sujeto que ha renunciado a responder sobre las consecuencias de sus actos, que ha renunciado a preguntarse si existe otra posibilidad que no sea la de obedecer al imperativo de consumir.

El toxicómano con la etiqueta pertinente («soy cocainómano») enarbola una identidad que posee el valor de una máscara, un simulacro, que debería desmontarse en el transcurrir de un trabajo terapéutico, para que las verdaderas preguntas que el paciente no supo formular se produzcan y sean escuchadas. Ningún grupo o estrato social es exclusivo de las adicciones: las clases bajas «recurren» a ellas por la falta de contención social y perspectivas de futuro, ya que al estar «fuera» del sistema parece necesario anestesiar el dolor de una no-existencia. Por su parte las clases altas recurren a la adicción en «búsqueda de emociones».

La problemática de los padecimientos psíquicos, y de la toxicomanía entre ellos, interroga a los diferentes discursos y saberes sociales: al jurídico, al médico, al sociológico y principalmente al económico-político de la sociedad.

Si consideramos el consumo como una tentativa de defensa y de huída, encontramos en las toxicomanías síntomas como angustia, tristeza, depresión, sentimientos de vacío, pasajes al acto (gestos autolíticos, autoagresiones), conductas antisociales, estados psiquiátricos confusionales, entre otros, muchos de ellos previos a cualquier consumo. Cuando emergen, el sujeto recurre al efecto tóxico que le proveen la drogas, ya que estas sustancias apaciguan o previenen el dolor, produciendo euforia y estimulación.

Las drogas causan en quien las consume una inflación sin valor del narcisismo y le impiden a su vez percatarse del progreso de autodestrucción en el que se adentra. Destacando los aspectos maníacos del consumo, la droga es empleada como una defensa permanente contra el dolor. Así encontramos una relación de la adicción con los estados melancólicos y el posterior acto maníaco de consumo, que desemboca en la adicción, sin dejar de considerar los diferentes efectos neurofisiológicos propios de cada sustancia. Podemos decir que con el (ab)uso de sustancias se intenta modificar un estado de ánimo o transgredir una realidad (psíquica) percibida como intolerable.




Toxicomanías: ¿síntoma, síndrome, enfermedad?

La simple observación de pacientes adultos muestra cómo éstos quedan de alguna manera «fijados» a la edad en que comenzaron a consumir, fenómeno observable a través de estados de provocación infantiles o mediante la búsqueda de complicidades, como se comprueba, por ejemplo, en el consumo de cocaína en los lavabos de locales públicos, donde surge una espontánea, aparente e «intensa» amistad en un intento desconcertante de «compartir» y que tan sólo dura hasta el momento en que amanece.



En el fenómeno de las toxicomanías la cuestión del llamado «diagnóstico diferencial» es muy delicada, ya que junto a los efectos tóxicos producto del consumo  pueden emerger trastornos psíquicos funcionales, tales como una pseudo-perversión producto de la desinhibición que provoca la sustancia, hasta una cuasi-psicosis, ataques de pánico, etc., estos es, las drogas pueden producir ciertos efectos propios de cuadros psicóticos con alucinaciones auditivas, visuales, etc.

También pueden observarse situaciones donde el sujeto presenta una pérdida de la realidad producto de un proceso psíquico previo y utiliza la droga para atribuir a ésta dichas sensaciones.

Algunos enfoques médicos y psicosociales que trabajan sobre la parte observable del fenómeno de la «drogodependencia», al no considerar el concepto de psicoanalítico de inconsciente, rápidamente asocian el hábito de consumo a una estructura psicopatológica propia del sujeto y estandarizada en los manuales psiquiátricos.

La toxicomanía es una constelación sintomática —que puede presentarse tanto en las neurosis, las psicosis, como en las perversiones— extremadamente compleja que no puede aislarse y ser tratada como una enfermedad en sí misma. Al tratarla de este modo, las técnicas terapéuticas más habituales pueden llegar a considerar que si el «paciente» no consume estaría curado, equiparando de esta manera los procesos psíquicos insondables con la conducta observable; este punto de vista sería difícil de sostener cuando se producen las llamadas —a nuestro criterio erróneamente— «recaídas».

Este enfoque terapéutico centrado en el fenómeno observable sitúa las intervenciones terapéuticas —desintoxicación, metadona, fármacos— en el mismo plano que la sintomatología que presenta el sujeto, como sucede con la ingesta de antidepresivos, donde el psicofármaco ataca al síntoma y de esta manera pasa a formar parte de la patología, lo que implica por ejemplo que, si el sujeto olvida la toma del antidepresivo que le fue prescrito y de repente se percata del olvido, termine deprimiéndose.

Jean Bergeret [1. Jean Bergeret, La personalidad normal y patológica, Gedisa, Barcelona, 1980.] que no existe ninguna estructura específica de las adicciones, ya que éstas serían una tentativa de defensa y de regulación contra las deficiencias. Este autor afirma haber encontrando en sus investigaciones signos semejantes en las toxicomanías y en los estados límites (borderline). En cualquier caso consideramos más pertinente hablar de toxicomanías que de drogodependencias o adicciones, puesto que más que una dependencia de una sustancia se observa en los pacientes una tendencia maníaca a intoxicarse.





Toxicomanías, «recaídas», «sobredosis»…

El sujeto toxicómano

El sujeto que recurre a una sustancia con la ilusión de poder superar debilidades, un malestar o su impotencia ante las exigencias de la vida cotidiana, en lugar de liberarse de éstas, termina esclavizado a la droga. El adicto vive en un permanente malentendido, en ocasiones racionaliza su patología en términos de una ideología de vida, o mejor dicho de muerte, asumiendo un delirio diferente en su contenido al fenómeno que conocemos en las psicosis, pero similar en su estructura, si consideramos que el eje de un delirio reside en no responder al juicio de realidad.



En la búsqueda maníaca de placer, se daña, en la búsqueda de encontrar un sentido a la vida, se mata, en su afán de independizarse de los lazos sociales, vínculos simbióticos humanos no resueltos, se procura una simbiosis química, tóxica. En su intento de ser, vive como un no-ser, envuelto en una fantasía maníaca y omnipotente de vencer la finitud, de llegar a ser inmortal, fracasando en su búsqueda de una identidad propia; recurrir a la intoxicación para resolver conflictos internos, desemboca en ocasiones en actos delictivos para procurar la sustancia, estableciéndose de esta manera un modo psicopático y narcisista de existencia, donde sólo cuenta la propia necesidad, sin considerar ni la necesidad ni la seguridad del otro, que deja de ser un semejante.

Para el toxicómano el otro pasa a ser un instrumento, un medio, y cuando éste no responde a las demandas narcisistas, el sujeto adicto puede llegar a ponerse extremadamente violento, paranoico; para el toxicómano no existe el «no», no es un paciente, es im-paciente, es incapaz de tolerar las frustraciones, no puede esperar. En general a estos pacientes los «llevan» a un tratamiento, ya que perciben que «curarse» es un pésimo negocio, puesto que significa enfrentarse a todo aquello de lo que huyeron al recurrir al mundo mágico-ilusorio de las drogas: vivencias insoportables de vacío, depresión, impotencia, etc.

Es habitual observar el modo en que el toxicómano, en frecuentes ocasiones, intenta sabotear el trabajo terapéutico, por ejemplo pidiendo concesiones: por lo general, quiere que le dejen hacer lo que él quiere; cualquier medida terapéutica que vulnere su narcisismo, su posición o que signifique un límite a su goce paradójico, es resistido, burlado de todas las maneras posibles, en ocasiones con la complicidad de su propio entorno.

Un momento crucial en el tratamiento es cuando el sujeto parece recuperar su capacidad de «vivir sin drogas», y vuelve a salir de la casa, del centro donde estuvo ingresado, etc., y debe volver a enfrentarse a las realidades y exigencias de la existencia, de la vida cotidiana, de las que huyó a través de las drogas. Ahí es cuando en muchas ocasiones se produce el fenómeno llamado de «recaída», cuando en realidad, si el sujeto vuelve a consumir, lo que sucedió en ese intervalo fue una suspensión temporal del consumo, y al no poder soportar los límites y exigencias de la vida cotidiana y el vínculo social, esto es, el compromiso como hombre, mujer, trabajador, etc., vuelve a refugiarse en la sustancia.

Cuando un sujeto se intoxica, vive de forma parcial o total la ilusión transitoria de ser otro, junto a la creencia imaginaria de que el consumo es controlable, que puede dejarlo cuando quiera. El sujeto no reconoce en el acto adictivo el daño que va produciéndose a sí mismo y cómo se va convirtiendo en un ser deteriorado, impotente física, sexual y psíquicamente.

El tóxico produce una supresión artificial de un conflicto psíquico; cuando el efecto toxico desaparece, el sentimiento de vacío y de angustia reaparece, y la depresión melancólica resurge con características cada vez más devastadoras para el sujeto, que, bajo la creencia de que no está tomando la dosis letal, se va insensibilizando cada vez más ante las evidencias de su derrumbe. El acto impulsivo de consumo es percibido por el paciente como algo urgente, irrefrenable, determinado por un impulso irresistible de satisfacer su necesidad, incapaz de postergar.

En las toxicomanías se manifiesta la impotencia y la angustia para tolerar la frustración: el toxicómano sufre un dolor insoportable en su psiquismo que lo lleva al consumo de tóxicos para eludir el mismo.

Recaída y sobredosis

Se habla comúnmente en el ámbito de la atención sociosanitaria, en las instituciones y entidades del sector y en el lenguaje común de la calle, de recaída y sobredosis. Quisiéramos, respecto al uso de estos términos, hacer algunos comentarios del por qué los consideramos erróneos y poco rigurosos.

Cuando se habla de recaída se menciona el acto en el que un sujeto que habiendo pasado por un periodo de su vida recurriendo frecuentemente a la ingesta de drogas, sean estos fármacos legales o drogas prohibidas, y una vez realizado un tratamiento para frenar el consumo de los mismos, recurre nuevamente a los tóxicos.

La recaída se refiere a la conducta, esto es, el acto de consumir, pero en el psiquismo, y esto es lo que habitualmente no se tiene en cuenta, la problemática que llevó al sujeto a consumir esas sustancias no se resolvió nunca, motivo por el que el sujeto «recae»: uno de los errores habituales en la práctica clínica, que la «recaída» pone en evidencia, es considerar que un sujeto por el sólo hecho de no consumir está curado.

Con el término «sobredosis» se hace referencia habitualmente a la muerte producida por un exceso de consumo de sustancias, leyéndose en los informes médicos y escuchando a los propios allegados del fallecido que «murió por sobredosis», como si fuera esa última dosis la que mató al sujeto, sin considerar toda la historia previa de consumo y derrumbe del mismo.

El término sobredosis debería ser aplicado a aquel sujeto que nunca ha consumido, al menos con frecuencia e intensidad, y se excede una noche y fallece, ya que al que habitualmente consume no lo mata la «sobredosis», sino que él solo se viene matando hace tiempo. La responsabilidad última del sujeto que consume evidentemente le pertenece, pero eso no quita que al decir que su muerte es por sobredosis, los cercanos y el entorno social se liberan de toda responsabilidad en el caso, atribuyéndosela en su totalidad al toxicómano.

En cuanto a las campañas de prevención como acción comunitaria, una prevención orientada exclusivamente al objeto, a la propia sustancia, como anteriormente señalamos, termina siendo una promoción del mismo.





Familia, revolución industrial, salud mental…

El territorio que compete a la “psiquiatría” y a la llamada “salud mental” contiene al menos cuatro ejes que requieren un análisis institucional propio:

  1. Las instituciones asistenciales: hospitales generales, psiquiátricos, centros asistenciales ambulatorios, comunidades terapéuticas, pisos tutelados, etc.… (muchas de ellas ya pertenecientes al ámbito de lo privado, los espacios “concertados”) y sus agentes, psiquiatras, psicólogos, asistentes y trabajadores sociales…
  2. Instituciones jurídicas: implicadas en las decisiones de incapacitación, tutelas, ingresos forzosos, discapacidades psíquicas, curatelas: jueces, abogados…
  3. Las instituciones académicas: universidades, facultades, colegios profesionales, responsables de la formación de los trabajadores sanitarios y asistenciales: catedráticos, docentes…
  4. La familia como institución.



Un quinto eje mencionado permanentemente en los encuentros y jornadas críticas con la psiquiatría oficial es el de la «industria farmacéutica», pero este no lo contemplamos dentro del campo de estudio de la «salud mental» ya que el mismo pertenece al territorio del sistema económico capitalista vigente y lo que hace es aprovecharse de la complicidad o indefensión voluntaria de los cuatro ejes que consideramos principales y responsables últimos de las prácticas psiquiátricas: no prescribe un fármaco un laboratorio, quien prescribe y firma la receta es el médico, formado en facultades y colegios médicos. Un ejemplo: no podemos culpar a las empresas constructoras de la especulación inmobiliaria, la explotación laboral en el gremio de la construcción, la construcción irracional y sin planificación de viviendas, carreteras, aeropuertos innecesarios, etc.: los responsables son los estados, sus gobernantes y sus políticas prebendarias y capitalistas de la que se benefician directamente.

Por tanto, aquí, nos ocuparemos brevemente de uno de los mencionados ejes: el familiar.

La familia puede abordarse como una estructura sintomática de la cual el sujeto/paciente es un emergente. En todo tratamiento psíquico surgen indefectiblemente dos obstáculos principales: los que presenta el propio paciente y los que presenta la propia familia.

Obstáculos que presenta el paciente

Sabemos de los obstáculos que presentamos los sujetos/pacientes a la hora de enfrentarnos a un tratamiento, obstáculos y resistencias algunos conscientes y otros no, —recordemos los llamados «beneficios secundarios de la enfermedad», esto es, las satisfacciones paradójicas que nos brindan nuestros propios síntomas, como puede ser no tener que afrontar ciertas obligaciones laborales, familiares, económicas—. Estos obstáculos los abordaremos explícitamente en otro espacio.

 

Obstáculos que presenta la familia

Lo que intentaremos destacar ahora son los obstáculos creados y manifestados por el entorno familiar del paciente. Atender al miembro «enfermo» de la familia implica analizar la demanda inicial que hacen los familiares cuando consultan, ya que muchas veces éstos esperan una solución con la única esperanza —inconsciente— de que no se alcance nunca, por paradójico que pareciera.

En relación al lugar que ocupa la familia en el tratamiento de un paciente, consideramos necesario recordar este extenso y claro párrafo de Freud:

«Hasta ahora no hemos hablado aquí sino de las resistencias internas opuestas por el enfermo inevitables, pero que pueden ser dominables. Pero existen también obstáculos externos, derivados del ambiente en el que el enfermo vive y creados por los que le rodean (…) El tratamiento psicoanalítico es comparable a una intervención quirúrgica, y como ésta no puede desarrollarse sino en condiciones en que las probabilidades del fracaso se hallen reducidas a un mínimo. Conocidas son todas las precauciones de que el cirujano se rodea ―habitación apropiada, buena luz, ayudantes, ausencia de los parientes del enfermo, etc.―. ¿Cuántas operaciones terminarían favorablemente si tuvieran que ser practicadas en presencia de todos los miembros de la familia reunidos en derredor del cirujano y el enfermo, metiendo la nariz en el campo operatorio y gritando a cada incisión que el bisturí practicase? En el tratamiento psicoanalítico, la intervención de los familiares del enfermo constituye un peligro contra el que no tenemos defensa.» [1. Sigmund Freud, «Lección XXVIII. La terapia analítica» en «Lecciones introductorias al psicoanálisis», O.C., p. 2409.]

Un episodio psicótico desestabiliza inevitablemente el sistema familiar, rompiendo un aparente equilibrio previo. El sujeto que enferma psíquicamente es alguien al que le es imposible soportar cierta cantidad de sufrimiento, que se defiende del dolor psíquico al precio de una ruptura con la realidad externa e interna, siendo el emergente de una situación familiar particular, que acaba convirtiéndose en el portavoz de un mensaje oculto, de un secreto familiar, que quizá nadie conozca.

El grupo familiar en ocasiones deposita en el familiar «enfermo» sus aspectos temidos, sus conflictos. Por ello sería imprescindible que los miembros significativos de la familia tuvieran un espacio donde pensar cuáles son sus modos de funcionamiento vincular, qué papel ocupa el familiar enfermo y qué responsabilidad pudieran tener en ello. Pero esto casi nunca es posible. Los padres culpabilizan de su estado o bien al propio hijo, o bien al entorno, a los profesionales o, como ocurre en la mayoría de los casos, se culpabilizan mutuamente.

Poseemos armas contra las resistencias interiores procedentes del sujeto y que sabemos inevitables. Pero, ¿cómo defendernos contra las resistencias exteriores? Por lo que a la familia del paciente respecta, es imposible hacerla entrar en razón y decidirla a mantenerse alejada de todo el tratamiento, sin que tampoco resulte conveniente establecer un acuerdo con ella, pues entonces corremos el peligro de perder la confianza del enfermo, el cual exige con perfecta razón que la persona a la que se confía esté de su parte. [2. Ibídem.]

Sabemos de la dificultad que implica incorporar a la familia del sujeto al tratamiento, es decir, que se implique activamente en él y que tenga un espacio para poder elaborar los posibles modos vinculares patológicos que emplee.

El psicólogo social Enrique Pichón-Rivière construyó un modelo con el que estudió en profundidad las relaciones interpersonales y sus vínculos, con una base teórica que posibilitara operar sobre éstos para una rectificación o cambio de los mismos. Mediante el estudio psicosocial, sociodinámico e institucional de la familia de un paciente determinado, Pichón-Rivière intentaba articular un esquema de la estructura psíquica del paciente, de los elementos que presionaron sobre él, y «provocaron la ruptura de un equilibrio que hasta ese momento se mantenía más o menos estable» [nota] [3. Enrique Pichón-Rivière, Teoría del vínculo, Nueva Visión, Buenos Aires, 1985, p. 25.]. Esta investigación posibilita un análisis del grupo familiar en diversos niveles. Al sujeto miembro de la familia que enferma Pichón-Rivière lo considera como señalamos un emergente de la problemática vincular de la familia a la que pertenece, cuestión ésta que muchas prácticas «psi» no contemplan, al poner todo el peso de la enfermedad en el propio paciente:

«(…) cuando tratamos a un psicótico, a través de su psicosis, se transforma, en cierta medida, en líder de su grupo familiar. Asume funciones de liderazgo por el hecho de ser el miembro más enfermo.» [4. Ibídem.]

Es habitual que el miembro familiar enfermo controle a su familia ―la cual a su vez pretende controlarlo a él― y al entorno clínico que lo asiste, generando en el equipo terapéutico tensiones, y, en ocasiones, una pérdida de la situación terapéutica, siendo por lo general el equipo que lo atiende (de acompañamiento) la primera diana de la ira y frustración de la familia, cuando, por ejemplo, un familiar manifiesta una queja en relación a algún trabajador del equipo.

Pichón-Rivière destaca que el delirio —que es la forma en la que el psicótico intenta reconstruir una realidad para él insoportable— resulta ser a menudo una tentativa por parte del paciente de levantar barreras frente a la estructura familiar o al entorno. Analiza también los episodios o fenómenos autistas, en los que el sujeto se retira del mundo, trasladando de este modo la realidad externa a un escenario interno, donde los «personajes que antes estaban afuera ahora están adentro». [nota] [5. Ibídem, p. 38] Otro categoría propuesta por Pichón-Rivière, y que junto a las consideraciones anteriores sabemos clave para establecer un marco de trabajo con las mínimas garantías clínicas, es la de «portavoz»:

«El portavoz es aquel que en el grupo, en un determinado momento dice algo, enuncia algo, y ese algo es el signo de un proceso grupal que hasta ese momento ha permanecido latente o implícito, como escondido dentro de la totalidad del grupo (…) El portavoz no tiene conciencia de enunciar algo de la significación grupal que tiene en ese momento, sino que enuncia o hace algo que vive como propio.» [6. Enrique Pichón-Rivière, El proceso grupal, Nueva Visión, Buenos Aires, 1985, p. 221.]

En determinados momentos el portavoz de la dinámica familiar patológica pueden ser dos o varios miembros de la familiar en forma diacrónica, es decir, cuando uno de los miembros se «cura», enferma otro. El enfermo es la resultante de la interacción familiar patológica, es el portavoz que por el solo hecho de enfermarse denuncia que algo no funciona debidamente en su grupo familiar.

 

Esquizofrenia y Revolución Industrial

En el terreno de la locura podemos hallar desde la Antigüedad descripciones precisas de lo que hoy día llamamos melancolía, manía y paranoia, pero no puede decirse lo mismo de la esquizofrenia (automatismo mental), que según proponen Colina y Álvarez, se originó en un momento histórico determinado en el que se produjo una transmutación profunda de la subjetividad: la Revolución Industrial. [nota] [7. Fernando Colina y José María Álvarez, Las voces de la locura, Xoroi Edicions, Barcelona, 2016.]

La esquizofrenia no es una enfermedad de la naturaleza, ni un virus ni una configuración genética: es un trastorno de la cultura y de la historia. Por tanto desafía a la ciencia moderna que pretende reducirla a una patología neurológica. Un asalto a la razón moderna que nos anuncia de los riesgos que nos esperan a todos: si viviéramos 200 años todos acabaríamos esquizofrénicos, es, podríamos decir, el destino probable de toda la especie humana. 





Esclavitudes contemporáneas…

El control social que se ejerce sobre los sujetos cambia con las épocas sociales e históricas, pero en esencia es el mismo que ya enunció Marx hablando de la esclavitud del «fetichismo» de las mercancías o el propio Heidegger [nota] [1. Martin Heidegger. «La época de la imagen en el mundo», en Caminos de bosque, Alianza, Madrid, 2000.] al plantear la esclavitud de la imagen, así como David Hume que nos alertó del señuelo de la conexión necesaria. [nota] [2. David Hume. Investigación sobre el conocimiento humano, Alianza, Madrid, 1996, p. 94.] Fenómeno observable en el ámbito de la «salud mental», con tendencia a atribuir a cada efecto (un síntoma) —por ejemplo, una fobia— una causa objetiva que puede dominarse a través de un fármaco, un consejo o una técnica de modificación de conductas.



Los manuales de autoestima, los programas de radio y de televisión con consejos sobre técnicas de control orgásmico, la cirugía estética con la promesa que la mirada que el sujeto recibe cambiará, las baterías de test de evaluación de la personalidad o del nivel de autoestima o ansiedad, van generando una lenta psicotización de los ciudadanos. Efectos que observamos, a través del relato de los pacientes sometidos a la servidumbre del sexo, es decir, a la genitalización de la sexualidad: sujetos apabullados por consejos, consignas, estadísticas sobre el rendimiento sexual, etc., ya que como señala Juan Carlos De Brasi «…en el sexo quizá, se está jugando el mayor nivel de explotación que conoce la historia del hombre», [nota] [3. Juan Carlos De Brasi; Emilio González. La sexualidad y el poder desde el psicoanálisis (I), EPBCN; Barcelona, 2009, p. 26.] explotación auspiciada por la industria cosmética, farmacológica, la cirugía plástica o la soberanía del cuerpo y del sexo propios.

En «El malestar en la cultura» [nota] [4. Sigmund Freud. «El malestar en la cultura», O. C., p., 3025.] Freud destaca que el sufrimiento nos amenaza por tres lados:

  • desde el propio cuerpo, condenado a la decadencia y a la aniquilación, sin poder prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia;

  • del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas de la naturaleza destructoras omnipotentes e implacables;

  • de las relaciones con otros seres humanos.

El sufrimiento que emana de esta última fuente, nos dice Freud, quizá nos sea más doloroso que cualquier otro, pero es en este territorio vincular donde el sujeto puede hacer algo más. Así mismo, la finalidad de evitar el sufrimiento relega a un segundo plano la de lograr el placer y en todo caso las tentativas de alcanzar éste pueden llevarnos por caminos muy distintos: por un lado la búsqueda de la satisfacción ilimitada de todas las necesidades se impone como la conducta más tentadora, pero esto significa preferir el placer y el goce a la prudencia y a poco de practicar esta búsqueda un sujeto, cuando faltan los límites que la encauzan, emergerán consecuencias en principio no deseadas.

La evitación del sufrimiento, destaca Freud, puede buscarse por diferentes caminos, diferenciándose éstos según la fuente de displacer a la que se concede máxima atención; estos caminos serían:

  • el aislamiento voluntario, el alejamiento de los demás, que sería el método de protección más inmediato contra el sufrimiento susceptible de originarse en las relaciones humanas;

  • el recurso a la química, a través de la intoxicación con sustancias cuya presencia en la sangre o en los órganos proporcionan sensaciones placenteras de fuga momentánea que producirá una felicidad paradójica, modificando nuestra sensibilidad, proporcionando proporcionando un «placer» inmediato, sin mediación de la palabra, que da una aparente independencia del mundo exterior: «… los hombres saben que con ese “quitapenas” siempre podrán escapar al peso de la realidad, refugiándose en un mundo propio que en realidad no les pertenece». [nota] [5. Ibídem. p. 3026.]

Otra posible vía para evitar el sufrimiento, afirma Freud, consiste en reorientar los fines pulsionales eludiendo la frustración del mundo exterior a través de la sublimación de las pulsiones, cuyo sendero sería, por ejemplo, el proceso creador del artista o el trabajo de los oficios artesanales, que a su vez incorporan al sujeto a la comunidad humana:

«La posibilidad de desplazar al trabajo y a las relaciones humanas con él vinculadas una parte muy considerable de los componentes narcisistas, agresivos y aun eróticos de la libido, confiere a aquellas actividades un valor que nada cede en importancia al que tienen como condiciones imprescindibles para mantener y justificar la existencia social. La actividad profesional ofrece particular satisfacción cuando ha sido libremente elegida, no obstante, el trabajo es menospreciado por el hombre como camino a la felicidad. No se precipita a él como a otras fuentes de goce.» [nota] [6. Ibídem. n. 1.693, p. 3027.]

Observamos hoy día un menosprecio por los oficios y por el trabajo por parte de los estados e instituciones, -por ejemplo, el paulatino desmantelamiento de las escuelas de Formación Profesional- consecuencia quizá de una intrincada y sutil o grosera trama de relaciones económicas que prometen un acceso a la «felicidad» a través de la supuesta inmediatez de los objetos.

Como ya anticipara Freud:

«La inmensa mayoría de los seres sólo trabaja bajo el imperio de la necesidad y de esta aversión y problemática humana al trabajo se derivan los más dificultosos problemas sociales [7. Ibídem.]. A su vez, quien vea fracasar sus esfuerzos por alcanzar esa felicidad, «aun hallará consuelo en el placer de la intoxicación crónica, o bien emprenderá esa desesperada tentativa de rebelión que es la psicosis». [8. Ibídem. p. 3030.]

Jornadas «Las opresiones de la Psiquiatría Institucional», en Enclave de Libros con Manuel Desviat y Pilar Palao. Enlace de las Jornadas




La psiquiatría en tratamiento

Sobre el libro «EL MANICOMIO QUÍMICO» de Piero Cipriano

Los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas [1. Immanuel Kant. Crítica de la razón pura. Alfaguara, Madrid, 2000, p. 73.]

La concepción psiquiátrica habitual sigue los preceptos que estipularon en su momento Emil Kraepelin y Eugen Bleuler, convencidos de que en alteraciones orgánicas del cerebro están el origen y la causa de las enfermedades mentales, suponiendo a la vez que el avance de las neurociencias y el progreso de la industria farmacológica lograría en un futuro resolverlas. Estas intervenciones médicas desembocan en no pocas ocasiones, como señala Piero Cipriano [2. Piero Cipriano. El manicomio químico. Enclave de Libros, Madrid, 2017.], en una práctica violenta y silvestre sobre los cuerpos de los pacientes: sujeción física, contención química, electroshock, y en no pocas ocasiones «psiconeurocirugía», basados todos estos procedimientos invasivos en supuestos y fundamentos anatomofisiológicos o bioquímicos de la «enfermedad».



¿La sociedad capitalista no produce bienes ni valores de uso, produce y consume mercancías. [3. Karl Marx, «El carácter fetichista de la mercancía y su secreto» en: El Capital, tomo I, p. 87, Siglo XXI Editores, México, 2001.] La disciplina médica psiquiátrica no escapa a este esquema mercantil, y en ocasiones interviene de manera invasiva «sobre» los pacientes del mismo modo que si luego de un terremoto se quisiera tapar con cemento las grietas producidas en la tierra. Qué emancipación puede alcanzar un sujeto que al medicarlo se lo enmudece?, ¿cuál es la razón que rige estas políticas de medicalización y sujeción de los individuos?

Cabe preguntarnos ¿la psiquiatría como especialidad de la medicina opera «clínica» y «terapéuticamente» o se limita a generar interminables categorías psiquiátricas con cada versión DSM que se publica basadas en estudios «socioestadísticos» arbitrarios al servicio de la industria farmacéutica?

Sabemos que diversas propuestas y movimientos críticos con la psiquiatría oficial se limitan mayormente a describir y denunciar las prácticas reduccionistas, algo indudablemente imprescindible, pero adolecen, por lo general, de un análisis teórico y una propuesta sobre cuáles son los mecanismos psíquicos que están en juego en la locura, es decir, no es suficiente limitarse a descubrir y narrar las atrocidades a las que en ocasiones se someten a los desafortunados pacientes que caen y quedan atrapados en esas tramas institucionales regidas por postulados y axiomas deterministas.

En el caso de las prácticas médicas que abordan la llamada «salud mental», desde una perspectiva positivista el objeto de la misma sería la conducta de los individuos así como su normalización o control mediante técnicas «conductuales» y farmacológicas estipuladas en manuales estandarizados de diagnóstico e intervención. De este modo la psiquiatría se presenta, como señala Foucault, como una disciplina de poder sobre los sujetos y no como una ciencia humana emancipadora de las fuerzas enajenantes que la cultura ejerce sobre la sociedad y ante las cuales no todos los sujetos responden de la misma manera, ni todos pueden librarse de sus efectos perversos y apropiarse de los positivos que sin duda también aquella tiene.

La práctica psiquiátrica habitual pone el acento en la cuantificación y en la fiabilidad de sus test, escalas y criterios pseudo-diagnósticos, basada en un empirismo radical positivista, sin contemplar la singularidad de cada caso clínico, es decir, la dimensión histórica y subjetiva de cada sujeto, ni sus condiciones familiares así como las sociales, políticas y económicas de la época.

El supuesto avance de las neurociencias en las últimas décadas ha tenido como primer efecto una sospechosa operación de medicalización generalizada de la población. De este modo un ejército de tecnócratas reducen la psiquiatría y la psicología a una rama de la medicina que pone el énfasis en el diagnóstico y el tratamiento farmacológico.

La operación de medicalización es aquella mediante la cual se transforma una problemática en principio no considerada médica o de salud, en un problema médico bajo la forma de una enfermedad o un trastorno: cuando, «no querer ir a…», se denomina «tener fobia», «ser reservado» a «ser autista o esquizo», «ser inquieto» a «ser hiperactivo» [4. Juan Carlos De Brasi. Apreciaciones sobre la violencia simbólica, la identidad y el poder. EPBCN Ediciones, Barcelona, 2016, p. 37.] y que las propias familias de los «pacientes» diagnosticados, asumen y refuerzan el acto médico.

Paralela a ella, tenemos la «farmacologización», operación de expansión del mercado farmacéutico incluso a la población sana, siendo los Estados clasistas quienes compran la mayor parte de la producción de fármacos y gobiernan, por tanto, los estados de ánimo de la población que controlan. Las instituciones dicen velar y promover la salud de la población, lo que en realidad hacen es, mediante modelos privados, promocionar con violencia la enfermedad pública.


Videos de la presentación de los libros: 

«El manicomio químico» de Piero Cipriano.

«Sobre la locura» de Fernando Colina.




La industria del «rótulo» psiquiátrico y del fármaco

El hacer clínico de la medicina positivista considera que los fenómenos «psicopatológicos» están en relación exclusiva con alteraciones o variaciones neurofisiológicas, manifestando prisas por asignar un rótulo psiquiátrico para aplicar todo su protocolo de tratamiento: farmacológico, técnicas de modificación de la conducta, de la personalidad, regímenes de premio y castigo, entre otros.



Elliott Erwitt (New Jersey, 1966)

De improviso Iván Dmítrich perdió el hilo de sus pensamientos, se detuvo y se frotó enojado la frente.

El pabellón Nº 6. Antón Chéjov.

El orden psiquiátrico

Las propuestas taxonómicas del tipo DSM y CIE, con su pretendida neutralidad teórica y un escolasticismo meramente verbalista, eliminan la subjetividad del paciente, sustituyéndola por un rótulo psiquiátrico. De este modo reducir un síntoma a un membrete psiquiátrico no permite al sujeto construir un relato propio sobre su malestar. Esta práctica reduce al paciente a un estado de pasividad, donde ya no tiene nada que decir ya que el psiquiatra o el psicólogo y los manuales taxonómicos hablarán por él.

Detrás de esta idea de evaluación psicológica y psicométrica del «estado mental» del evaluado, mediante aparatos de registros y mediciones psicofisiológicas, autoinformes, test de personalidad, etc. acecha un delirio evaluativo para fijar al paciente a una psicopatología creyendo el evaluador que de esta manera da sentido al malestar del sujeto, cuando en todo caso se limita a darlo a su propia función.

Veamos como ejemplo de esta práctica clasificatoria en el manual diagnóstico DSM-IV, ahora en su versión DSM-5, cómo se define el llamado «trastorno de personalidad no especificado», una de los diagnósticos más utilizados, quizá por su extrema ambigüedad; en ambos reemplazando la pobreza conceptual con una aparente sofisticación académica con clasificaciones «de la Organización Mundial de la Salud o de la American Psychiatric Association, que son meros consensos de conveniencia destinados a la normalización estadística». NOTA [1. José María López Piñero. Del hipnotismo a Freud, Alianza, Madrid, 2002, p. 9.]

La definición del DSM-IV del citado trastorno es la siguiente:

«Esta categoría se reserva para los trastornos de la personalidad que no cumplen los criterios para un trastorno específico de la personalidad. Un ejemplo es la presencia de características más de un trastorno específico de la personalidad que no cumplen los criterios completos para ningún trastorno de la personalidad («personalidad mixta»), pero que, en conjunto, provocan malestar clínicamente significativo o deterioro en una o más áreas importantes de la actividad del individuo (p. ej., social o laboral). Esta categoría también puede utilizarse cuando el clínico considera que un trastorno específico de la personalidad que no está incluido en la clasificación es apropiado. [2. DSM-IV. Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales. Barcelona: Masson, 1995, p. 691]

y en la última versión DSM-5 se lo define de este otro modo:

«Esta categoría se aplica a presentaciones en las que predominan los síntomas característicos de un trastorno de la personalidad que causan malestar clínicamente significativo o deterioro en lo social, laboral u otras áreas importantes del funcionamiento, pero que no cumplen todos los criterios de ninguno de los trastornos de la categoría diagnóstica de los trastornos de la personalidad. La categoría del trastorno de la personalidad no especificado se utiliza en situaciones en las que el clínico opta por no especificar el motivo del incumplimiento de los criterios para un trastorno de la personalidad específico, e incluye presentaciones en las que no existe información suficiente para hacer un diagnóstico más específico». [3. DSM-5. Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales. Madrid: Editorial Médica Panamericana, 2014, p. 684]

Criterios descriptivos y vagos que no dicen nada de la posición subjetiva del paciente en el mundo que le rodea: no contemplan sus deseos, temores, abatimiento, angustia…

El diagnóstico precipitado tiene como mínimo dos efectos inmediatos: por un lado, da al paciente un elemento al qué aferrarse y con el que identificarse, esto es, nombrarse, pudiendo justificar así sus actos, y por otro, al profesional sanitario le otorga la creencia de cumplir con su misión clínica.

La evaluación diagnóstica instrumental es un acto intimidatorio para el paciente y de cierre para su discurso. Incluso el citado psiquiatra suizo, Eugen Bleuler, pese a las imperfecciones de su obra y sin renegar del organicismo sobre el que sostuvo su modelo de trastornos mentales, fundamentalmente el de la esquizofrenia, planteó la exigencia de una comprensión de los cuadros nosográficos que vaya más allá de las descripciones estadísticas de los síndromes para «darle un sentido que concierna al ser mismo del hombre».

Las clasificaciones monosintomáticas del tipo «T.O.C.» (trastorno obsesivo compulsivo), «T.E.P.» (trastorno de estrés postraumático), anorexia, drogodependencia, fibromialgia, patología dual, etc. terminan forzando lugares de identificación comunitaria, donde el síntoma se entiende como un déficit o como un comportamiento inadecuado que hay que corregir o borrar, cuando en todo caso ha sido la respuesta que el sujeto ha encontrado para enfrentarse al mundo como sujeto mortal, parlante y sexuado.


Jornadas «Las opresiones de la Psiquiatría Institucional», en Enclave de Libros con Manuel Desviat y Pilar Palao.