Los vertiginosos avances de las ciencias biológicas y médicas, a menudo sujetos a intereses de orden económico e ideológico, requieren de una pausa reflexiva a la hora de trasladarlos a la práctica clínica cotidiana. Hablar hoy en día de ética y moral puede parecer anticuado o prescindible, como puede constatarse por el limitado espacio curricular que ocupan en las ciencias de la salud. Sin embargo, no se puede dudar de la necesidad de una reflexión crítica sobre los hechos y comportamientos en todos los ámbitos de nuestra sociedad que nos aporta la ética, una reflexión que comenzó con Aristóteles[1] y que, en el campo de la medicina en particular, se ha ido forjando a través de la joven disciplina en constante construcción que se ha dado en llamar bioética.
Por ello, desde que surgió se han producido una gran cantidad de valiosos trabajos académicos. Al tratarse de una disciplina cuyos preceptos fundamentales se proponen reflexionar sobre las relaciones entre los avances técnicos de la medicina, la práctica y la asistencia sanitaria, contemplando los derechos y deberes de los pacientes, se hace mención insistente a ellos, pero en no pocas ocasiones su uso demagógico y político termina por devaluarlos.
De bioética hablan profesionales cualificados, profesores, académicos, estudiantes, gestores políticos y «tertulianos», una versión contemporánea de divulgadores que no siempre tienen la formación adecuada.
Si la relación entre la práctica médica y la ética clínica es compleja, quizá lo sea aún más entre esta y la rama médica que se ocupa de las problemáticas de la llamada «salud mental».
En psiquiatría, a diferencia de lo que ocurre con las afecciones fisiológicas, el eje dimensional salud-enfermedad puede llegar a ser indescifrable, enredándose en ocasiones en criterios categoriales confusos y estigmatizantes.
Si la medicina adolece, por lo general en nuestra sociedad, de la operación de «medicalización», en la psiquiatría en particular este fenómeno es aún mayor y, en ocasiones, peca de lo contrario: desde altas precipitadas hasta ingresos o tratamientos psicofarmacológicos innecesarios. Esto pone de manifiesto la extrema dificultad de esta rama de la medicina.
Teniendo en cuenta lo poco que podemos aportar sobre la necesidad clínica de la bioética que no se haya dicho antes, comenzaremos citando un precepto de Hipócrates de Cos con el que es difícil estar en desacuerdo:
«Algunos enfermos, percatados de que su enfermedad no les inspira confianza, dan crédito a la bondad del médico y pasan a tener salud».[2]
Busto de Hipócrates de Cos.
Facultad de Medicina. Universidad Autónoma de Madrid.
Está a nuestro alcance poder comprobar el efecto de esta confianza en cualquier otro episodio de nuestras vidas cotidianas. La sincera amabilidad y disposición de quien nos atiende en un trámite cotidiano inspira gratitud. Del mismo modo, la confianza o el rechazo que el médico nos genere serán determinantes para cumplir las prescripciones clínicas que nos sugiera.
Ese enigmático vínculo de raíces emotivas que puede llegar a establecerse entre el médico y el paciente, es lo que se denomina «transferencia» en el contexto del marco psicoanalítico.
También es sabido que algunos profesionales bien valorados se empeñan en demostrar en su práctica que no están a la altura de las cualidades y la reputación que se les atribuyen, haciendo un uso indebido del vínculo transferencial.
[1] Aristóteles. (2003). Ética nicomáquea. Ética eudemia. Introducción por Emilio Lledó Íñigo. Traducción y notas por Julio Pallí Bonet. Madrid: Gredos.
[2] Hipócrates. (2001). «Preceptos, 6», en Tratados hipocráticos. Vol. I. Madrid: Gredos, pág. 315.