Adicciones, Toxicomanías, Patología Dual: algunos apuntes conceptuales

Introducción:

El objeto de este texto es destacar algunos usos terminológicos en los manuales de clasificación psiquiátrica vigentes y en el lenguaje clínico cotidiano. Entre ellos el empleo del término “adicción” en lugar de “toxicomanía”, a lo que agregaremos un breve comentario sobre la categoría denominada “patología dual”.

Toda intervención clínica en salud mental estará condicionada por el marco epistemológico que la contenga. Esto implica, entre otras cuestiones, la concepción de las dimensiones de “salud” y “enfermedad”, así como las de “signo” y “síntoma”. Por tanto, las estrategias terapéuticas para el abordaje de las problemáticas psicopatológicas no podrán ir separadas de sus presupuestos conceptuales o ideológicos.



A diferencia de las ciencias positivas basadas exclusivamente en datos y pruebas (evidence),[1] las disciplinas cuyo objeto es el malestar psíquico no deberían renunciar al aporte de la interpretación analítica y existencial que proviene del pensamiento filosófico.

En ese sentido la psicopatología, más allá de un reduccionismo ontológico, es una disciplina conjetural que estudia los síntomas psíquicos mediante la expresión fenoménica de actos de habla y de conducta, elementos que se producen y manifiestan en el contexto de narrativas y de valores.[2]

Consideramos que la terminología que se utilice a la hora de abordar una psicopatología influirá en el devenir de su tratamiento, en la relación clínica y por tanto en el propio paciente.

El discurso filosófico acerca de la existencia humana y el discurso médico-psiquiátrico acerca de la “locura” no deberían ignorarse mutuamente ni permanecer ajenos entre ellos, como sucede habitualmente, puesto que comparten un mismo objeto con diferentes denominaciones, a saber, la psique humana y sus manifestaciones que no pueden reducirse a un índice taxonómico.

Clínica del «vacío»

Podemos considerar como clínica del vacío[3] aquella donde se despliegan problemáticas narcisistas vinculadas con el consumo, la compra, ingesta o rechazo de objetos, sean estos tóxicos o no, como ocurre en anorexias, bulimias, toxicomanías, alcoholismo y adicciones comportamentales.

Esta perspectiva destaca que el sujeto aloja un vacío que pretende llenar con el consumo de objetos que el discurso capitalista le ofrece. Dicho discurso lo impulsa a colocarse en una posición desde donde no siente pudor alguno en exhibir el propio goce, mientras fusiona y confunde los objetos de consumo con objetos de deseo. Afirmaba Lacan que el discurso capitalista es el más astuto que jamás se haya tenido, pero que a su vez está destinado a colapsar porque es insostenible[4] —y agregamos, insostenible tanto para el sujeto como para las sociedades, ya que dejándose llevar por su empuje ambos se condenan al derrumbe.

La vivencia de vacío, punto más íntimo de toda existencia humana, requiere ser acogida, soportada por ella en cada momento que se manifieste. Mientras el vacío interpela, el discurso capitalista, al acecho permanente, aprovecha los momentos de vulnerabilidad para invadir la intimidad de los sujetos e interrumpir la elaboración de ese vacío ofreciéndoles objetos-mercancía para llenarlo.

¿«Adicción» o «Toxicomanía»

En el campo de los trastornos por abuso de sustancias prevalece el término adicción sobre el de toxicomanía. Las sucesivas ediciones de los manuales de clasificación DSM y CIE no utilizan los términos toxicómano y toxicomanía. Estos han sido desplazados progresivamente en el lenguaje clínico por los de drogodependiente y drogodependencia, por considerar, como afirman algunos autores, que tienen menos connotaciones morales y legales y permiten un uso científico más específico. Estos términos a su vez están siendo sustituidos por el de adicción y adicto.[5]

La reciente edición del DSM-5 ha presentado varios cambios con relación a la clasificación del trastorno por consumo de sustancias. El más relevante, desde una conceptualización dimensional, es la desaparición de las categorías “abuso” y “dependencia”. Estas categorías pasan a aplicarse a cada una de las sustancias, algo que, como valoran algunos autores,[6] podría generar cierta confusión entre los agentes judiciales. En los Trastornos no relacionados con sustancias se mantiene el juego patológico pero se excluyen por el momento otras adicciones comportamentales, como el trastorno de juego por internet que aparece en el apartado Afecciones que necesitan más estudio.

Consideramos que el término toxicomanía da una mayor relevancia al acto patológico del sujeto, sea con la intención de procurarse una sensación a priori de placer o de suprimir un dolor físico o anímico. De este modo el término resalta el acto maníaco (del griego, “manía”, según el diccionario de Nebrija, “locura” o “furor”; el mismo origen tiene el término “manicomio”, del griego μανία “manía”, “locura” y κομέω “cuidar”, literalmente “cuidar la locura”).[7]

Teniendo en cuenta la hegemonía fáctica de los manuales diagnósticos, este apunte no pretende limitarse a señalar una simple cuestión terminológica. Recordemos que Freud, al referirse a las críticas que recibió sobre el empleo del término libido en su teoría de las pulsiones humanas, señaló que cuando se cede en las palabras se termina cediendo en las cosas.[8]

El término toxicomanía resalta el acto maníaco del sujeto a intoxicarse, aunque su empleo tiene mayor utilidad principalmente para los propios trabajadores sanitarios para abordar y construir un caso clínico. Señala Vallejo Ruiloba[9] que la progresiva aceptación de la existencia de conductas patológicas, como el juego, las compras maníacas, la telefonía móvil, el uso compulsivo de videojuegos e internet, que producen dependencia sin la intervención de sustancias químicas exógenas, ha revitalizado el término adicción.

La búsqueda y el consumo maníaco de una sustancia junto al estrago que esta pueda llegar a ocasionar dan estatuto patológico a la adicción. A través del objeto-droga el adicto rompe el vínculo social que puede beneficiarlo y establece otros que lo conducen a un laberinto. El consumo maníaco de una mercancía (sea esta una sustancia tóxica o no) es un acto narcisista que puede resultar mortífero en busca de una satisfacción paradójica. El principio del placer se narcotiza, la pulsión de vida, el deseo ético de reconocimiento y la propia vergüenza son arrasados por la pulsión de muerte. El sujeto intoxicado termina exhibiendo grotescamente su derrumbe, que en ocasiones puede ser irreversible.

Patología Dual

A la presentación simultánea de patología psiquiátrica y adictiva, que interactúan modificando el curso y evolución de cada una de ellas, se la categoriza como patología dual. Se estima que tanto la patología psiquiátrica como la adictiva pueden ser causa o resultado de la otra[10] [11], es decir, el trastorno psiquiátrico puede ser efecto del consumo adictivo o previo al mismo.

Entre los estudios epidemiológicos uno de los más citados indica que con relación a trastornos psicopatológicos específicos, las tasas de comorbilidad con algún trastorno por abuso de sustancias, al menos una vez a lo largo de la vida, fueron en los trastornos esquizofrénicos del 47%, en los trastornos de pánico del 35,8%, en los obsesivo compulsivos del 32,8%, en los afectivos del 32% en trastornos de ansiedad del 23,7% y en el trastorno antisocial de personalidad hasta un 83,6%.[12]

Dicha estudio concluye que la tasa de comorbilidad del trastorno mental asociado al trastorno por abuso de sustancias fue del 29%, con una probabilidad de un trastorno por abuso de sustancias 2,7 veces superior a la población sin trastorno mental. En el caso de abuso de alcohol 36,6 %, y la tasa de comorbilidad de trastorno por abuso de otras sustancias asociado a trastorno mental fue del 53,1%.

Aceptando que la prevalencia de una patología adictiva que cursa de forma simultánea o secuencial con un trastorno mental puede llegar al 50% ¿podría contemplarse una patología adictiva pura sin una problemática psíquica asociada? Parece improbable que el otro 50% no la padezca.

Junto a los efectos tóxicos producto del consumo pueden emerger trastornos psíquicos funcionales. Las drogas pueden producir síntomas propios de cuadros tales como episodios psicóticos, alucinaciones auditivas, visuales. Es decir, desencadenar graves afecciones psiquiátricas que requieren tratamientos mucho más prolongados.[13] La comorbilidad es la norma, resulta difícil imaginar un sujeto alcohólico o cocainómano que no presente un problema psíquico.

Consideramos que todo sujeto con una conducta adictiva padece necesariamente alguna problemática psíquica o anímica, sea previa o posterior a la conducta adictiva, que requiere ser tenida en cuenta para valorar riesgos como pueden ser comportamiento suicida o daños a otros e intentar implementar y construir un posible tratamiento para el caso.[14]

Las adicciones como síntoma social

Las toxicomanías —como toda problemática sociosanitaria— componen una constelación sintomática extremadamente compleja que interroga a los diferentes discursos y saberes sociales, desde el jurídico al médico, del sociológico al económico-político.

Las adicciones constituyen un síntoma social que pone en evidencia un padecimiento personal así como las condiciones del malestar en nuestras sociedades que presentan obstáculos, promesas y exigencias ante las cuales los sujetos no siempre pueden responder de la mejor manera. A su vez el síntoma (acto de consumo) es un emergente que no puede ser considerado de forma aislada sino que tiene valor en el contexto del que lo sufre, es decir, debe intentar ser comprendido en su marco y en su fluir histórico,[15] sabiendo de la dificultad extrema de tal tarea debido a la limitación de tiempo clínico disponible con los pacientes.

Todo objeto puede devenir adictivo en una sociedad caracterizada por el fetichismo de la mercancía, de este modo todo sujeto es un potencial consumidor adicto.

Los medios publicitarios ofrecen permanentemente objetos con la promesas de satisfacer cualquier necesidad. En este sentido el toxicómano está en la delantera de una sociedad concebida para satisfacer de forma inmediata el principio del placer, cortocircuitando la palabra, el trabajo, el amor, el deseo, el reconocimiento del otro.

Una vez inmerso en el pantano del consumo el toxicómano termina renunciando a responder por las consecuencias de sus actos y a preguntarse si existe otra posibilidad que no sea la de obedecer al imperativo de consumir.

Si consideramos el consumo como una tentativa de defensa y de huida, encontramos en las toxicomanías síntomas previos tales como angustia, tristeza, depresión, sentimientos de vacío, pasajes al acto (gestos autolíticos, autoagresiones), conductas antisociales, estados confusionales, entre otros. Cuando emergen, algunos sujetos son llevados  por un impulso ciego en busca del efecto tóxico que le provee la droga, para apaciguar el dolor psíquico o físico.

El sujeto toxicómano

El sujeto que recurre a una sustancia con la ilusión de poder superar un malestar o su impotencia ante las exigencias de la vida cotidiana a menudo termina esclavizado a la droga. El adicto vive en un permanente malentendido, racionaliza su patología, construye una realidad diferente similar a los episodios psicóticos, teniendo en cuenta que el eje de un delirio (del latín delirare “apartarse del surco”) reside en no responder al juicio de realidad. En la búsqueda maníaca de placer, se daña, en su afán de liberarse  de lazos sociales y vínculos familiares simbióticos no resueltos, se intoxica. En su intento de ser, vive como un no-ser, envuelto en una fantasía maníaca y omnipotente, fracasando en su búsqueda de una identidad propia. La intoxicación para resolver conflictos internos desemboca en ocasiones en actos delictivos para procurar la sustancia, estableciendo el adicto un modo psicopático y narcisista de existencia, donde sólo cuenta su propia necesidad.

Para el toxicómano el otro pasa a ser un medio y si éste no responde a sus demandas puede llegar a ponerse extremadamente violento, paranoico. Para el toxicómano el «no» no existe, es im-paciente, incapaz de tolerar las frustraciones, pierde la capacidad de espera, siendo lo habitual que el paciente vaya a consulta por demanda de un familiar.

Cuando un sujeto se intoxica, vive la ilusión transitoria de ser otro, junto a la creencia imaginaria de que el consumo es controlable, que puede dejarlo cuando en cualquier momento: “yo bebo cuando quiero”, cuando en realidad quiere beber (evadirse) siempre. El sujeto tampoco reconoce el daño que va produciéndose a sí mismo y cómo se va convirtiendo en un ser deteriorado, impotente física, sexual y psíquicamente.

El tóxico produce una supresión artificial de los conflictos anímicos. Pero cuando el efecto desaparece, los afectos de angustia y vacío reaparecen, la depresión melancólica resurge con características cada vez más devastadoras para el sujeto, que, bajo la creencia de que no está tomando la dosis letal, se insensibiliza (tolerancia) cada vez más. El acto de consumo comporta un impulso impostergable que manifiesta la impotencia de soportar la frustración.

Recaída y sobredosis

Un momento crucial en el tratamiento es cuando el sujeto, luego de cumplir con las premisas de un tratamiento, recibe el alta y debe volver a enfrentarse a la realidad exterior de la que huyó. En no pocos casos se produce el fenómeno de recaída. En realidad, si el sujeto vuelve a consumir, lo que sucedió en ese intervalo fue una suspensión temporal del consumo y luego, al no poder soportar los límites y exigencias de la vida cotidiana y los vínculos sociales, vuelve a refugiarse en la sustancia.

Se habla habitualmente de comúnmente de recaída y sobredosis, tanto en el ámbito de la atención sociosanitaria como en el lenguaje común. Quisiéramos hacer algunos comentarios respecto al uso de estos términos y del por qué estimamos que describen parcialmente la situación. La recaída se refiere cuando un sujeto que, habiendo pasado por un periodo de su vida recurriendo frecuentemente a la ingesta de drogas, sean estos fármacos legales o drogas prohibidas, y una vez realizado un tratamiento para frenar el consumo de estos, recurre nuevamente a los tóxicos. La recaída refiere a la conducta, esto es, al acto de consumir, pero en el psiquismo la problemática que llevó al sujeto a consumir esas sustancias no se llegó a resolver o apaciguar, motivo por el que el sujeto recae: uno de los errores habituales en la práctica clínica, que la recaída pone en evidencia, es considerar que un sujeto por el sólo hecho de no consumir está curado.

Por su parte, con el término sobredosis se hace referencia habitualmente a una situación clínica límite producida por un exceso de consumo de sustancias. Es habitual escuchar que un sujeto «murió por sobredosis», como si fuera esa última dosis la que lo mató, sin tener en cuenta toda la historia previa de consumo y derrumbe. El término sobredosis debería ser aplicado a aquel sujeto que nunca ha consumido, al menos con frecuencia e intensidad y se excede una noche y fallece, ya que al que habitualmente consume no lo mata una sobredosis, sino que se viene matando desde hace tiempo.

Síndrome de desgaste profesional (burnout) en el trabajo en toxicomanías

La toxicomanías quizá sea una de las problemáticas psicopatológicas que mas frustración y desgaste genere en los trabajadores sanitarios. El sujeto toxicómano aparenta ser  incansable (e insaciable) de ahí la similitud, en ciertos casos, con las psicosis. Los pacientes no adictos a sustancias químicas exógenas parecen tener menor fuerza, salvo en las neurosis obsesivas, aunque estas agotan menos al profesional, pese a la monotonía narrativa de los pacientes obsesivos. En estas patologías el que se agota mayormente es el propio paciente, su sufrimiento es más silencioso, más intimo; sin embargo la manía a la intoxicación es más impúdica, y el trabajador sanitario, los allegados y sobre todo los familiares del paciente sufren sus efectos, terminan impotentes en el intento estéril de poder frenarlo.

El paciente toxicómano interpela de tal manera al psicoterapeuta que lo puede hacer llegar a hacer dudar de sus propias capacidades como profesional, las recaídas pueden generar sentimientos de derrota y abatimiento en el terapeuta, en el equipo de atención y sobre todo en los familiares. Las situaciones de discontinuidad y abandono de los tratamientos son frecuentes. La baja adherencia a los programas terapéuticos es manifiesta y el establecimiento de una mínima alianza clínica con el paciente resulta una tarea ardua que requiere una atención específica y coordinada por parte de todo el equipo terapéutico.

El desafío de las toxicomanías es similar al de aquellas psicopatologías donde el deseo del sujeto para con el mundo ha sido destituido y reemplazado por una relación espectral con un objeto tóxico y con su propio cuerpo.

Es habitual observar el modo en que el toxicómano, en frecuentes ocasiones, intenta sabotear el trabajo terapéutico, por ejemplo pidiendo concesiones. Por lo general, quiere que le dejen hacer lo que él quiere; cualquier medida terapéutica que vulnere su narcisismo o que signifique un límite a su goce paradójico, es resistida de todas las maneras posibles.

La premisa hipocrática de establecer un diálogo clínico con el paciente tiene la particularidad de parecer imposible. El sujeto toxicómano solo parece escuchar la llamada del objeto que circula alrededor del vacío que sustituye a la palabra, siendo la sustancia la que materializa ese vacío.  Por ello las políticas estatales que promueven la legalización de drogas «blandas» —porteras de entrada a otras más «duras»[16] —parecen ignorar esto, al considerar que el objetivo es tratar los estragos del tóxico sometiendo a este a las leyes del mercado «legal», como ocurre con alcohol y el tabaco.

Adolescencia y fuga paradójica

La conducta adictiva observable encubre un conflicto psíquico. La adicción no depende exclusivamente de la sustancia, sino fundamentalmente del sujeto y sus vicisitudes. En la constitución del psiquismo del toxicómano, algo falló quedando el sujeto indefenso y sin respuestas ante las exigencias de la sociedad, optando por un camino corto, el que conduce a la droga, en la que cree poder encontrar un espacio de dominio y poder, pero del que termina siendo esclavo.

En una entrevista previa la madre de un muchacho adicto a las drogas, comparándolo con otro hijo, afirmaba delante de aquél que “era muy influenciable” y por ello se “dejaba llevar por las malas compañías”.  Que duda cabe que influenciables somos todos. Y que ese muchacho también lo fuera le abría la puerta a la posibilidad de optar por otras opciones en lugar del callejón de la droga.

Es habitual gestos emancipatorios y de rebeldía en la adolescencia que en ocasiones resultan una fuga paradójica de las pautas y valores que representa la institución familiar. El adolescente se desvincula de las normas sociales en un intento de situarse, a modo de defensa, en un lugar inaccesible al gobierno del otro. Se refugia en la sustancia con la pretensión inconsciente de dar respuesta a un interrogante, una respuesta precaria a una pregunta que no puede formular.

El periodo de la adolescencia implica una ruptura con el aparente equilibrio obtenido en las etapas infantiles. Los cambios biológicos y corporales incrementan la angustia, produciéndose en esta etapa crucial una sucesión de pérdidas y duelos: desde el duelo por la pérdida del cuerpo infantil, a la pérdida de la identidad y los roles de la infancia, así como el desvanecimiento de los padres que imaginó que tuvo o la pérdida de los reales.

El adolescente intenta resolver sus conflictos mediante la adhesión a sustitutos, objetos o grupos de pertenencia que pasan a formar una «familia» paralela. El trabajo terapéutico con adolescentes requiere, idealmente, un análisis de la familia del adicto, de los vínculos padre-madre, madre-hijo, del lugar que ocupa el padre en su función reguladora de límites y contención, de la función materna y del lugar que el hijo ocupa en el núcleo familiar, lugar que quizá nunca llegó a tener o no supo ocupar.

Comunicación y lenguaje del sujeto toxicómano

La clínica muestra que aquellos que incorporan las drogas a su reducido repertorio de repuestas a las exigencias de la vida terminan pareciéndose entre ellos tanto en el aspecto físico, como en el anímico y el verbal. El sujeto toxicómano entra a formar parte de un territorio donde las modalidades de comunicación se reducen y su discurso se empobrece.

Su lenguaje comienza a limitarse a gestos, reclamos, reproches, exigencias, reduciendo las relaciones a vínculos elementales de contacto, pobres en contenido, reiterativos, insistentes, donde los actos predominan sobre la palabra o el discernimiento. En todo caso, la palabra en el adicto le sirve para manipular al otro sin reconocerlo como semejante, sino viéndolo como un medio para sus fines e intereses.

El acto constituye el lenguaje central del adicto, por tanto el trabajo con estos pacientes requiere la construcción con ellos de un espacio —siempre que el paciente tenga una mínima intención de cambiar, de lo contrario la tarea sería imposible— donde la palabra recupere su valor sobre el acto ciego.

El lugar de las instituciones en las toxicomanías

Las instituciones tienen un tiempo limitado para la escucha del malestar del paciente. No todos los pacientes que llegan a un tratamiento son iguales, pero en general se interviene sobre ellos como si lo fueran. De la misma manera que un mismo antidepresivo no tendrá el mismo efecto en el tratamiento de la depresión que sufren individuos diferentes. No hay una fórmula universal, ni química ni terapéutica, para tratar una problemática psíquica, como sí la puede haber para una problemática somática.

Es difícil valorar el efecto terapéutico que pueda alcanzar la insistencia en decirle a un paciente que deje de consumir drogas, ni tampoco sabemos de la utilidad de advertirle de lo perjudicial que puede resultar consumirlas, de lo que si tenemos certeza es de que el paciente eso ya lo sabe, por ello actúa en consecuencia.

¿Pero cómo trabajar con un sujeto que tras un semblante de dominio, de control omnipotente, encontramos alguien frágil, incapaz de lidiar con la angustia de la existencia? Generalmente hay un tiempo entre los primeros momentos de debilidad, de aproximación al consumo y el reconocimiento de dichos episodios por parte del entorno. A la familia del toxicómano por lo general le cuesta asimilar y aceptar que aquello que han visto fuera de su núcleo le esté ocurriendo a ella y mucho menos que pueda tener influencia en la situación.

Las imprescindibles políticas de prevención comunitaria en ocasiones están orientadas exclusivamente a la propia droga, situándose entre el saber médico y el saber jurídico sobre el tráfico y la tenencia, y no siempre contemplan la subjetividad de la época y lo propio de cada sujeto.

Conclusiones

La terminología que se utilice a la hora de abordar una psicopatología influirá en el devenir de su tratamiento, en la relación clínica y por tanto en el propio paciente.

Así mismo el discurso filosófico acerca de la existencia humana y el discurso médico-psiquiátrico acerca de la “locura” no deberían ignorarse mutuamente ni permanecer ajenos entre ellos, como sucede habitualmente, puesto que comparten un mismo objeto con diferentes denominaciones, a saber, la psique humana y sus manifestaciones que no pueden reducirse a un índice taxonómico.

La “toxicomanía” es una enfermedad que termina haciéndose visible en el cuerpo pero que no se limita a él, el cuerpo es el territorio donde se expresa.

La psiquiatría, “única especialidad médica en la que el habla y la escucha son explícitamente consideradas terapéuticas”, tiene como tarea la de reconducir los relatos biográficos del paciente que se han distorsionado y que le han empezado a generar malestar creciente y daños en ocasiones irreversibles. Por tanto, acompañar al enfermo a que ponga palabras a su sufrimiento en una narración más o menos coherente forma parte imprescindible de la construcción de su historia clínica[17] más allá de recetarios y protocolos estandarizados,[18] respondiendo de este modo a los principios de la ética médica.


[1] Desviat, Manuel. «Psiquiatría y evidencia. Los límites de la función del clínico», en Baca, E. y Lázaro, J. (eds.), Hechos y valores en psiquiatría. Madrid : Triacastela, 2003. págs. 215-230.

[2] Baca, Enrique. Teoría del síntoma mental. Una introducción a los fundamentos empíricos de la psicopatología. Madrid : Triascastela, 2007. pág. 213.

[3] Recalcati, Massimo. Clínica del vacío. Anorexias, dependencias, psicosis. Madrid : Síntesis, 2008. pág. 287.

[4] Lacan, Jacques. Conferencia «Del discurso psicoanalítico», dictada en la Universidad de Milán el 12 de mayo de 1972. [ed.] Inédita. Milán : s.n., 1972.

[5] Vallejo Ruiloba, Julio. Introducción a la Psicopatología y la Psiquiatría. Barcelona : Elsevier – Masson, 2015. pág. 392.

[6] Portero Lazcano, G. «DSM-5. Trastornos por consumo de sustancias: ¿son problemáticos los nuevos cambios en el ámbito forense?» [En línea] http://scielo.isciii.es/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1135-76062015000200002&lng=es&tlng=es.

[7] Corominas, Joan y Pascual, José A. Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico. Madrid : Gredos, 1984. pág. 812. Vols. G-MA.

[8] Freud, Sigmund. «Psicología de las masas y análisis del yo», en Obras Completas, Madrid : Biblioteca Nueva, 2007. Vol. 7.

[9] Vallejo Ruiloba, Julio. Introducción a la Psicopatología y la Psiquiatría. Barcelona : Elsevier – Masson, 2015. págs. 385-386.

[10]   Vallejo Ruiloba, Julio. Op. cit.

[11] Ministerio de Sanidad y Consumo de España. Glosario de términos de alcohol y drogas. [En línea] 2008. https://apps.who.int/iris/bitstream/handle/10665/44000/9241544686_spa.pdf?se.

[12] Regier DA, Farmer ME, Rae DS, Locke BZ, Keith SJ, Judd LL, Goodwin FK. «Comorbidity of mental disorders with alcohol and other drug abuse». Results from the Epidemiologic Catchment Area (ECA) Study. JAMA. 1990 Nov 21;264(19):2511-8. PMID: 2232018. [En línea] https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/2232018/.

[13] González Menéndez, Ricardo. Tácticas para vencer las drogas blandas y duras. Consejos de un viejo adictólogo. Santiago de Cuba : s.n., 2017. págs. 65-71.

[14] González-de-Armas C, González-Roger M, Guerra-Guerra M, Capote-Bueno M. «Depresión y riesgo suicida en pacientes alcohólicos ingresados en el Servicio de Adicciones del Hospital Psiquiátrico de La Habana». Revista del Hospital Psiquiátrico de La Habana, 17(3), e181. [En línea] https://revhph.sld.cu/index.php/hph/article/view/181.

[15] Baca, Enrique. Op.cit.

[16] González Menéndez, Ricardo. Marihuana. Posibles beneficios vs. tragedias cotidianas. La Habana : Academia, 2017. pág. 120.

[17] Lázaro, José. «Entre pruebas y narraciones: objetividad y subjetividad en psiquiatría». [ed.] En: Baca E y Lázaro J (eds.). Hechos y valores en psiquiatría. 1a edición. Madrid : Triacastela, 2003. págs. 117-142.

[18] Gracia, Diego. Prólogo a la edición española, en Beauchamp TL, Childress JF. Principios de Ética Biomédica. Barcelona : Masson, 1999.




Toxicomanías: el malestar en la adicción

La toxicomanía precipita un saber y causa una prisa por concluir. [1. Silvie Le Poulichet. Toxicomanías y psicoanálisis. Amorrortu, Buenos Aires, 1990.]

Sylvie Le Poulichet.



Definiciones de «drogodependencia»

Existen múltiples definiciones de drogodependencia, entre ellas podemos citar la de la O.M.S. que la considera un «estado psíquico y a veces físico, resultante de la interacción de un organismo vivo y una droga, caracterizado por un conjunto de respuestas de comportamiento que incluyen la compulsión a consumir la sustancia de forma continuada con el fin de experimentar efectos psíquicos o en ocasiones evita la sensación desagradable que su falta ocasiona» [2. O.M.S., Glosario de términos de alcohol y drogas. Ministerio de Sanidad y Consumo, Madrid, 2008.]

Por su parte, el DSM-IV considera la drogodependencia como «una categoría diagnóstica que se observa por la presencia de signos y síntomas cognitivos, conductuales y fisiológicos que señalan que el individuo ha perdido el control del uso de sustancias psicoactivas y las sigue consumiendo a pesar de las consecuencias negativas», pasando a enumerar los criterios para establecer el diagnóstico de dependencia de sustancia por la presencia de diversos signos por un período continuado de doce meses, entre ellos:

  • Abstinencia
  • La sustancia es consumida por un periodo mayor de lo que se pretendía
  • Existencia de un deseo persistente o esfuerzos infructuosos de controlar o interrumpir el consumo.
  • Empleo de mucho tiempo en actividades relacionadas con la obtención de la sustancia.
  • Reducción de importantes actividades sociales, laborales, recreativas debido al consumo.
  • Consumo a pesar de tener conciencia de problemas psicológicos o físicos recidivantes o persistentes que parecen causados o exacerbados por el consumo.

La presencia de tres de estos síntomas durante un periodo mínimo de un mes permite efectuar el diagnóstico de dependencia de sustancias, abordando ambas definiciones la cuestión descriptiva de la conducta de consumo. Al igual que ocurre con otros trastornos relacionados con sustancias, la adicción se acompaña a menudo de otros trastornos psiquiátricos: unos siguen al inicio del consumo adictivo, como los trastornos del estado de ánimo, y consumo de alcohol, otros parecen ser previos, como trastornos de ansiedad, trastorno de la personalidad, déficit de atención. Los estudios clínicos sobre comorbilidad señalan que los trastornos asociados más frecuentes son:

  • Trastorno depresivo mayor
  • Trastornos bipolar tipo II
  • Trastorno ciclotímico
  • Trastornos de ansiedad
  • Trastorno antisocial de la personalidad.

Con lo cual hay un momento previo a la adicción, y unos efectos producto de ella, tal como lo reflejan los manuales DSM-IV. La presentación simultánea de patología psíquica y adictiva es lo que se ha denominado «patología dual», donde tanto la patología psiquiátrica como la adictiva pueden ser causa o resultado de la otra.

Intervenciones interrogadas

Toda intervención clínica estará relacionada con la concepción que se tenga de los términos «salud» y «enfermedad»: las estrategias terapéuticas nunca van separadas de los presupuestos conceptuales o ideológicos que las sostengan. Una idea extendida en la práctica sanitaria sostiene la necesidad de dar una solución práctica y rápida a la enfermedad.

Con respecto a las toxicomanías, las prácticas clínicas cuyo soporte epistemológico es la teoría psicoanalítica buscan restituir un lugar a la subjetividad destituida en el sujeto toxicómano, esto es, «dar la palabra» al sujeto, siguiendo la concepción hipocrática de establecer un diálogo clínico con el paciente, lo que implica la «construcción» del diagnóstico entre médico y paciente, a través de la escucha y la circulación de la palabra que, en el caso, por ejemplo, de los pacientes toxicómanos, se interrumpió o no se produjo nunca.

En todo malestar psíquico, el recurso exclusivo a anestésicos y lenitivos estandarizados, que en un principio calman o alivian el dolor psíquico o físico, no permite por sí solo esta restitución de la subjetividad, al no contemplar la singularidad de cada caso.

Los enfoques terapéuticos, que trabajan sobre la parte observable del fenómeno de consumo, al no considerar el concepto de inconsciente rápidamente asocian el hábito de consumo a una estructura en sí, sin considerar que tras de él subyace un síntoma psíquico y social complejo. No podrá producirse ningún efecto «terapéutico» mediante la insistencia en decir a un paciente que deje de consumir drogas, ni mucho menos será de utilidad alguna prevenirle de lo perjudicial que puede resultarle consumirlas, ya que sabemos que la prevención de aquello que obviamente puede llegar a ser perjudicial, es decir, impulsar su evitación, opera inconscientemente en el mismo nivel discursivo que el de la promoción.

¿Pero cómo trabajar terapéuticamente con un sujeto frágil que tras un semblante de dominio, de control omnipotente, encontramos que es incapaz de lidiar con la angustia del existir, imposibilitado de tolerar la espera?

Generalmente, hay un tiempo prolongado, entre esos primeros indicios de debilidad, esto es de consumo, y la respuesta y reconocimiento de los episodios de consumo por parte del entorno familiar, social, escolar, etc.; a las familias por lo general les cuesta asimilar la situación, es decir, aceptar que aquello que han visto fuera de su núcleo familiar, en la calle, en los medios de comunicación, les esté ocurriendo a ellos.

El malestar contemporáneo

Las adicciones constituyen un síntoma social, que pone en evidencia un padecimiento personal y las condiciones del malestar en nuestra cultura. Todos somos adictos en potencia; las sustancias «generadoras» de adicción revisten una serie de atractivos desde los más «licenciosos» a los más «virtuosos»: alcohol, sexo, drogas, las nuevas tecnologías y sus objetos de consumo, etc.

La civilización va dejando grietas ante las cuales los sujetos no siempre pueden responder de la mejor manera. La pregunta que surge aquí sería: ¿qué elementos personales, sociales y familiares están en juego para que algunos sujetos se tornen consumidores en exceso y pasen a ser adictos?

El discurso social a través de sus medios publicitarios nos habla del bienestar obtenido por el «objeto adecuado» para satisfacer cualquier necesidad, en este sentido el toxicómano está en la delantera de una sociedad concebida para satisfacer paradójicamente el principio del placer (inmediato), cortocircuitando la palabra, el trabajo, el amor, el deseo, el reconocimiento del otro.

Mientras el sujeto está incorporado a la maquinaria social productiva, por ejemplo, el drogadicto «ejecutivo» que puede pagar su droga o el que toma antidepresivos sin control y puede continuar sus actividades cotidianas, la problemática permanece oculta, en silencio. Cuando un sujeto consume sustancias (estimulantes, antidepresivos, alucinógenos, etc.), cree obtener algo que potencia su relación con el goce.

Ser hoy «anoréxico», «bulímico», «toxicómano», da una identidad al sujeto, al precio de un estrago en la vida. El sujeto cree que puede sostener esa falsa identidad así como cree en la posibilidad de que hay un «control» en el consumo. Sin embargo, el toxicómano no es aquel que ha perdido dicho control, sino un sujeto que ha renunciado a responder sobre las consecuencias de sus actos, que ha renunciado a preguntarse si existe otra posibilidad que no sea la de obedecer al imperativo de consumir.

El toxicómano con la etiqueta pertinente («soy cocainómano») enarbola una identidad que posee el valor de una máscara, un simulacro, que debería desmontarse en el transcurrir de un trabajo terapéutico, para que las verdaderas preguntas que el paciente no supo formular se produzcan y sean escuchadas. Ningún grupo o estrato social es exclusivo de las adicciones: las clases bajas «recurren» a ellas por la falta de contención social y perspectivas de futuro, ya que al estar «fuera» del sistema parece necesario anestesiar el dolor de una no-existencia. Por su parte las clases altas recurren a la adicción en «búsqueda de emociones».

La problemática de los padecimientos psíquicos, y de la toxicomanía entre ellos, interroga a los diferentes discursos y saberes sociales: al jurídico, al médico, al sociológico y principalmente al económico-político de la sociedad.

Si consideramos el consumo como una tentativa de defensa y de huída, encontramos en las toxicomanías síntomas como angustia, tristeza, depresión, sentimientos de vacío, pasajes al acto (gestos autolíticos, autoagresiones), conductas antisociales, estados psiquiátricos confusionales, entre otros, muchos de ellos previos a cualquier consumo. Cuando emergen, el sujeto recurre al efecto tóxico que le proveen la drogas, ya que estas sustancias apaciguan o previenen el dolor, produciendo euforia y estimulación.

Las drogas causan en quien las consume una inflación sin valor del narcisismo y le impiden a su vez percatarse del progreso de autodestrucción en el que se adentra. Destacando los aspectos maníacos del consumo, la droga es empleada como una defensa permanente contra el dolor. Así encontramos una relación de la adicción con los estados melancólicos y el posterior acto maníaco de consumo, que desemboca en la adicción, sin dejar de considerar los diferentes efectos neurofisiológicos propios de cada sustancia. Podemos decir que con el (ab)uso de sustancias se intenta modificar un estado de ánimo o transgredir una realidad (psíquica) percibida como intolerable.




Toxicomanías: ¿síntoma, síndrome, enfermedad?

La simple observación de pacientes adultos muestra cómo éstos quedan de alguna manera «fijados» a la edad en que comenzaron a consumir, fenómeno observable a través de estados de provocación infantiles o mediante la búsqueda de complicidades, como se comprueba, por ejemplo, en el consumo de cocaína en los lavabos de locales públicos, donde surge una espontánea, aparente e «intensa» amistad en un intento desconcertante de «compartir» y que tan sólo dura hasta el momento en que amanece.



En el fenómeno de las toxicomanías la cuestión del llamado «diagnóstico diferencial» es muy delicada, ya que junto a los efectos tóxicos producto del consumo  pueden emerger trastornos psíquicos funcionales, tales como una pseudo-perversión producto de la desinhibición que provoca la sustancia, hasta una cuasi-psicosis, ataques de pánico, etc., estos es, las drogas pueden producir ciertos efectos propios de cuadros psicóticos con alucinaciones auditivas, visuales, etc.

También pueden observarse situaciones donde el sujeto presenta una pérdida de la realidad producto de un proceso psíquico previo y utiliza la droga para atribuir a ésta dichas sensaciones.

Algunos enfoques médicos y psicosociales que trabajan sobre la parte observable del fenómeno de la «drogodependencia», al no considerar el concepto de psicoanalítico de inconsciente, rápidamente asocian el hábito de consumo a una estructura psicopatológica propia del sujeto y estandarizada en los manuales psiquiátricos.

La toxicomanía es una constelación sintomática —que puede presentarse tanto en las neurosis, las psicosis, como en las perversiones— extremadamente compleja que no puede aislarse y ser tratada como una enfermedad en sí misma. Al tratarla de este modo, las técnicas terapéuticas más habituales pueden llegar a considerar que si el «paciente» no consume estaría curado, equiparando de esta manera los procesos psíquicos insondables con la conducta observable; este punto de vista sería difícil de sostener cuando se producen las llamadas —a nuestro criterio erróneamente— «recaídas».

Este enfoque terapéutico centrado en el fenómeno observable sitúa las intervenciones terapéuticas —desintoxicación, metadona, fármacos— en el mismo plano que la sintomatología que presenta el sujeto, como sucede con la ingesta de antidepresivos, donde el psicofármaco ataca al síntoma y de esta manera pasa a formar parte de la patología, lo que implica por ejemplo que, si el sujeto olvida la toma del antidepresivo que le fue prescrito y de repente se percata del olvido, termine deprimiéndose.

Jean Bergeret [1. Jean Bergeret, La personalidad normal y patológica, Gedisa, Barcelona, 1980.] que no existe ninguna estructura específica de las adicciones, ya que éstas serían una tentativa de defensa y de regulación contra las deficiencias. Este autor afirma haber encontrando en sus investigaciones signos semejantes en las toxicomanías y en los estados límites (borderline). En cualquier caso consideramos más pertinente hablar de toxicomanías que de drogodependencias o adicciones, puesto que más que una dependencia de una sustancia se observa en los pacientes una tendencia maníaca a intoxicarse.





Toxicomanías, «recaídas», «sobredosis»…

El sujeto toxicómano

El sujeto que recurre a una sustancia con la ilusión de poder superar debilidades, un malestar o su impotencia ante las exigencias de la vida cotidiana, en lugar de liberarse de éstas, termina esclavizado a la droga. El adicto vive en un permanente malentendido, en ocasiones racionaliza su patología en términos de una ideología de vida, o mejor dicho de muerte, asumiendo un delirio diferente en su contenido al fenómeno que conocemos en las psicosis, pero similar en su estructura, si consideramos que el eje de un delirio reside en no responder al juicio de realidad.



En la búsqueda maníaca de placer, se daña, en la búsqueda de encontrar un sentido a la vida, se mata, en su afán de independizarse de los lazos sociales, vínculos simbióticos humanos no resueltos, se procura una simbiosis química, tóxica. En su intento de ser, vive como un no-ser, envuelto en una fantasía maníaca y omnipotente de vencer la finitud, de llegar a ser inmortal, fracasando en su búsqueda de una identidad propia; recurrir a la intoxicación para resolver conflictos internos, desemboca en ocasiones en actos delictivos para procurar la sustancia, estableciéndose de esta manera un modo psicopático y narcisista de existencia, donde sólo cuenta la propia necesidad, sin considerar ni la necesidad ni la seguridad del otro, que deja de ser un semejante.

Para el toxicómano el otro pasa a ser un instrumento, un medio, y cuando éste no responde a las demandas narcisistas, el sujeto adicto puede llegar a ponerse extremadamente violento, paranoico; para el toxicómano no existe el «no», no es un paciente, es im-paciente, es incapaz de tolerar las frustraciones, no puede esperar. En general a estos pacientes los «llevan» a un tratamiento, ya que perciben que «curarse» es un pésimo negocio, puesto que significa enfrentarse a todo aquello de lo que huyeron al recurrir al mundo mágico-ilusorio de las drogas: vivencias insoportables de vacío, depresión, impotencia, etc.

Es habitual observar el modo en que el toxicómano, en frecuentes ocasiones, intenta sabotear el trabajo terapéutico, por ejemplo pidiendo concesiones: por lo general, quiere que le dejen hacer lo que él quiere; cualquier medida terapéutica que vulnere su narcisismo, su posición o que signifique un límite a su goce paradójico, es resistido, burlado de todas las maneras posibles, en ocasiones con la complicidad de su propio entorno.

Un momento crucial en el tratamiento es cuando el sujeto parece recuperar su capacidad de «vivir sin drogas», y vuelve a salir de la casa, del centro donde estuvo ingresado, etc., y debe volver a enfrentarse a las realidades y exigencias de la existencia, de la vida cotidiana, de las que huyó a través de las drogas. Ahí es cuando en muchas ocasiones se produce el fenómeno llamado de «recaída», cuando en realidad, si el sujeto vuelve a consumir, lo que sucedió en ese intervalo fue una suspensión temporal del consumo, y al no poder soportar los límites y exigencias de la vida cotidiana y el vínculo social, esto es, el compromiso como hombre, mujer, trabajador, etc., vuelve a refugiarse en la sustancia.

Cuando un sujeto se intoxica, vive de forma parcial o total la ilusión transitoria de ser otro, junto a la creencia imaginaria de que el consumo es controlable, que puede dejarlo cuando quiera. El sujeto no reconoce en el acto adictivo el daño que va produciéndose a sí mismo y cómo se va convirtiendo en un ser deteriorado, impotente física, sexual y psíquicamente.

El tóxico produce una supresión artificial de un conflicto psíquico; cuando el efecto toxico desaparece, el sentimiento de vacío y de angustia reaparece, y la depresión melancólica resurge con características cada vez más devastadoras para el sujeto, que, bajo la creencia de que no está tomando la dosis letal, se va insensibilizando cada vez más ante las evidencias de su derrumbe. El acto impulsivo de consumo es percibido por el paciente como algo urgente, irrefrenable, determinado por un impulso irresistible de satisfacer su necesidad, incapaz de postergar.

En las toxicomanías se manifiesta la impotencia y la angustia para tolerar la frustración: el toxicómano sufre un dolor insoportable en su psiquismo que lo lleva al consumo de tóxicos para eludir el mismo.

Recaída y sobredosis

Se habla comúnmente en el ámbito de la atención sociosanitaria, en las instituciones y entidades del sector y en el lenguaje común de la calle, de recaída y sobredosis. Quisiéramos, respecto al uso de estos términos, hacer algunos comentarios del por qué los consideramos erróneos y poco rigurosos.

Cuando se habla de recaída se menciona el acto en el que un sujeto que habiendo pasado por un periodo de su vida recurriendo frecuentemente a la ingesta de drogas, sean estos fármacos legales o drogas prohibidas, y una vez realizado un tratamiento para frenar el consumo de los mismos, recurre nuevamente a los tóxicos.

La recaída se refiere a la conducta, esto es, el acto de consumir, pero en el psiquismo, y esto es lo que habitualmente no se tiene en cuenta, la problemática que llevó al sujeto a consumir esas sustancias no se resolvió nunca, motivo por el que el sujeto «recae»: uno de los errores habituales en la práctica clínica, que la «recaída» pone en evidencia, es considerar que un sujeto por el sólo hecho de no consumir está curado.

Con el término «sobredosis» se hace referencia habitualmente a la muerte producida por un exceso de consumo de sustancias, leyéndose en los informes médicos y escuchando a los propios allegados del fallecido que «murió por sobredosis», como si fuera esa última dosis la que mató al sujeto, sin considerar toda la historia previa de consumo y derrumbe del mismo.

El término sobredosis debería ser aplicado a aquel sujeto que nunca ha consumido, al menos con frecuencia e intensidad, y se excede una noche y fallece, ya que al que habitualmente consume no lo mata la «sobredosis», sino que él solo se viene matando hace tiempo. La responsabilidad última del sujeto que consume evidentemente le pertenece, pero eso no quita que al decir que su muerte es por sobredosis, los cercanos y el entorno social se liberan de toda responsabilidad en el caso, atribuyéndosela en su totalidad al toxicómano.

En cuanto a las campañas de prevención como acción comunitaria, una prevención orientada exclusivamente al objeto, a la propia sustancia, como anteriormente señalamos, termina siendo una promoción del mismo.