¿No sucede a veces que, cuando sopla el mismo viento
para uno de nosotros es frío y para el otro no?
Teeteto, 152.b[1]
La medicalización de problemáticas anímicas propias de la vida cotidiana parece obedecer a intereses propios de la sociedad de consumo contemporánea y de la industria farmacéutica, más que a valores y principios bioéticos en el cuidado de la salud de la población. El profesor Emiliano Galende reflexiona al respecto y destaca además, como otro síntoma social contemporáneo, el empobrecimiento del lenguaje en nuestra cultura, «que impulsa a ritmo veloz a la pura sensación de las imágenes, las impresiones fugaces, el pasaje al acto que evita la pausa que requiere el pensamiento y la reflexión».[1]
Este empobrecimiento, prosigue, ha dado lugar al retorno de modalidades del positivismo médico psiquiátrico, que en realidad nunca se ha ido, pero ahora rodeado de modernidad e innovación clínicas, con la paradoja de que lo más nuevo y avanzado de la ciencia y la técnica puede albergar concepciones del pasado acerca del ser humano.
Toxicómanos y depresivos, consumidores postmodernos de nuevos objetos y sustancias, impulsados por una sociedad e industria que necesita de ellos para seguir hacia adelante a cualquier precio. Esta situación recuerda a la escena de «Los hermanos Marx en el oeste» y aquella famosa frase mal traducida a la versión española de «¡Más madera!», mientras se consumía en la caldera del tren su propia estructura y el equipaje de los pasajeros para continuar su alocada marcha.
Resulta llamativo que en Sudamérica, especialmente en Argentina, a las personas con problemas de adicciones se les llame «consumidores problemáticos», al haber adoptado una traducción vernácula de la categoría diagnóstica que se utiliza en los EE.UU. No queda claro si con esta categoría se refiere al daño que el sujeto se ocasiona a sí mismo o al perjuicio económico que acarrea a la sanidad pública, dando a entender que habría consumidores que no serían problemáticos, utilizando una terminología más propia de los manuales de economía que de medicina.
Frente al uso generalizado de psicofármacos, es necesario deliberar sobre la declinación del paciente como sujeto, a pesar de que los discursos de las instituciones sobre políticas sanitarias resaltan constantemente el interés de los estados y organizaciones por la salud de la población, y por su bienestar en su dimensión «bio-psio-social». Esta preocupación queda en entredicho cuando se reduce el paciente a una categoría diagnóstica y a la prescripción de uno o varios psicofármacos.
De este modo, todo el debate sanitario se limita a la cuestión, esencial sin duda, de los presupuestos anuales y a la financiación de los servicios sanitarios, así como a la conveniencia de su gestión pública o privada o la aplicación de copagos. Consideremos que, siendo este asunto trascendental, no lo es menos la valoración de los fundamentos epistemológicos de las prácticas de salud mental.
Entre las varias cuestiones que el sistema sanitario público no termina de resolver, pese a la sanción de una Ley de Salud Mental que, en principio, cumple con los preceptos que cabría esperar de ella, hay una relacionada con la problemática de las instituciones psiquiátricas y las hospitalizaciones prolongadas, y otra con la falta de servicios de atención psicoterapéutica en los centros sanitarios ambulatorios, la baja frecuencia de las sesiones psicoterapéuticas que den soporte a la atención psiquiátrica, con la calidad que garantice que los tratamientos cumplan los requisitos mínimos de atención clínica, así como una red de dispositivos intermedios domiciliarios contemplados en la ley, que a día de hoy es insuficiente.
Si esto se pusiera en práctica, cabe esperar que se reflejaría en una menor prescripción de psicofármacos y la atenuación de la automedicación psiquiátrica, así como en la disminución del número de hospitalizaciones, de ingresos y reingresos.

Psicofármacos y Salud Mental
Por lo general, los gestores políticos, los legisladores y los economistas no tienen en cuenta los criterios que reflejen la complejidad de la atención psíquica de la población, que requiere una articulación epistemológica de las disciplinas implicadas y de las prácticas que requiere la salud mental.
El campo de la atención en salud mental no puede reducirse a la actualización de los manuales clasificatorios, ni al avance de la psicofarmacología, que, por cierto, utiliza los mismos precursores y principios activos que hace décadas, ni a la formación de los profesionales sanitarios con modelos curriculares que se remontan a la psiquiatría positivista.
A la utilización de técnicas comportamentales y la administración de psicofármacos —ambas, sin duda, imprescindibles en muchos casos— para restaurar el equilibrio cerebral, se suma, en las últimas décadas, el conocimiento de las redes neuronales por parte de las neurociencias, que vincula todo malestar subjetivo con un desequilibrio biológico.
Los profesionales de la salud mental deben considerar que los psicofármacos no son la única estrategia terapéutica, lo que supone a su vez enviar al paciente un mensaje erróneo que le puede hacer creer que su estado de ánimo y su comportamiento pueden mejorar solo con medicamentos, de los que debería tener, además y primordialmente, información detallada sobre los riesgos y beneficios de la misma, algo que tampoco siempre sucede.[2]
En la reciente pandemia era habitual que el médico de cabecera actualizara la medicación psiquiátrica disponible en la tarjeta sanitaria electrónica de un paciente sin poder realizar una valoración clínica presencial ni una prueba analítica, y eran los propios pacientes o sus familiares quienes administraban la medicación. Todo esto, por supuesto, sin atención psicoterapéutica ni un seguimiento clínico en su lugar de residencia, tarea que sí puede realizar un dispositivo de atención domiciliaria como es el que aquí se propone.
Los síntomas subjetivos del malestar anímico, obviamente, no son enfermedades como las físicas, por lo que no pueden reducirse a un diagnóstico y tratamiento estandarizados. Consideramos que esta forma de intervención empobrece a la psiquiatría como disciplina clínica, ya que valorar la dimensión conflictiva de toda existencia humana no puede reducirse a una suma de síntomas y signos psiquiátricos y a una categoría en un manual diagnóstico que pueda resolverse con un medicamento.

Un síntoma psíquico, una fobia, una obsesión o un delirio, pueden entenderse como el resultado de una disfunción o un desequilibrio neuroquímico, o como un intento de curación, es decir, como una formación de compromiso que intenta conciliar tendencias e impulsos contradictorios silenciándolos, impidiéndoles de este modo su acceso a la conciencia. Esta es una hipótesis especulativa que plantea la teoría psicoanalítica y que apenas tiene aceptación en los espacios académicos y en la psiquiatría y la psicología oficiales, pero que aquí la tendremos en consideración para abordar las problemáticas que plantea la salud mental.
Reducir un tratamiento psiquiátrico a la prescripción de psicofármacos —sin duda necesarios para aliviar los efectos de un episodio psíquico que puede llegar a desbordar la capacidad de respuesta del paciente y de quienes lo asisten o poner en riesgo la vida de cada uno de ellos— y dejar el tratamiento en manos del fármaco, es silenciar los elementos subjetivos que están en juego en cada caso clínico. Cualquier acción en esa dirección, por ejemplo, tratar un estado depresivo, reducir un estado de ansiedad o angustia o mitigar un insomnio solo con psicofármacos, no solo oculta el conflicto psíquico y los elementos en juego (sociales, familiares, etc.), sino que también sobrealimenta el síntoma e impide elaborar las contradicciones entre las expectativas que un sujeto pueda tener sobre su vida y la realidad con la que se enfrenta, con sus posibilidades, limitaciones e inhibiciones propias de su ser.
Hoy en día, los propios pacientes son quienes demandan una solución rápida a sus malestares, con la misma intensidad con la que la sociedad, a través de sus instituciones y organizaciones, les prometen felicidad inmediata. Mediante el «Black Friday» farmacológico, la sociedad engaña a sus ciudadanos con falsas promesas y estos esperan que también le resuelva los conflictos y frustraciones que ella misma les genera, sumadas a las que cada sujeto se procura a sí mismo.
¿De qué modo puede un paciente adherir a un tratamiento psiquiátrico si, por ejemplo, las consultas son en el mejor de los casos mensuales, la sanidad pública no cubre la atención psicológica adecuada en frecuencia y calidad de la prestación, el psicofármaco que le prescribieron no resuelve su malestar con la rapidez que esperaba y hay que aumentar la dosis e incluso sumar otros psicofármacos al tratamiento?
Desde hace décadas, el pastillero se ha convertido en un dispositivo central del tratamiento de la salud mental alcanzando cada vez más protagonismo en la vida cotidiana de nuestra sociedad de consumo. Sin duda alguna que la salud es un asunto privado, propio de cada sujeto y, con sus límites, un derecho civil y político, pero la asistencia sanitaria es un asunto público, un derecho económico, social y cultural.
Por tanto, no es posible promocionar una aceptable «salud mental» si las personas no disponen de condiciones sociales mínimas, como una vivienda, trabajo y educación, así como de la cobertura de dichos derechos para quienes por su situación personal, temporal o permanentemente, no puedan sustentarse por sí mismos. Todo ello, siempre con criterios de eficiencia, es decir, mediante un uso racional de los recursos generados por la propia sociedad.[3]
[1] Galende, Emiliano. (2008). Psicofármacos y Salud Mental. La ilusión de no ser. Buenos Aires: Lugar Editorial, pp. 21-23.
[2] Navarro, Daniel. (2022). Responsabilidad Médica en Psiquiatría. Buenos Aires-Montevideo: Editorial IB de F., pp. 359-390.
[3] Gracia Guillén, Diego. (1998). Profesión médica, investigación y justicia sanitaria. Bogotá D.C: Editorial El Búho, pp. 189-194.
[1] Platón. (2000). «Teeteto». Diálogos V. Madrid: Editorial Gredos, p. 188.

