En la teoría psicoanalítica, el concepto de transferencia se refiere al proceso mediante el cual modos de vincularse del paciente se desplazan y actualizan, dentro de la relación terapéutica, en la figura del terapeuta que lo atiende, tanto en una consulta privada como en una institución sanitaria pública hospitalaria o ambulatoria.

Se trata de la repetición de prototipos infantiles vividos con un fuerte sentimiento de actualidad. Un sujeto en tratamiento psicoterapéutico revive y transfiere inconscientemente esos modos de relacionarse en forma de fuertes sentimientos y afectos hacia la figura del médico analista: amor, odio, rechazo, enamoramiento, inclinación erótica, etc.
En virtud de ello, la transferencia es, paradójicamente, obstáculo y motor a su vez del tratamiento analítico, es decir, la herramienta primordial para la instauración y construcción del mismo. Para situar este concepto, consideramos que es necesario dar un breve rodeo por algunos malentendidos respecto a la teoría psicoanalítica.
Hay una opinión vulgarizada contra la teoría psicoanalítica, pero muy extendida en el ámbito clínico y académico, que afirma que la misma propone que prescindir de la represión de los impulsos pulsionales de los sujetos, coartados por las restricciones morales que impone la sociedad, puede resolver ciertas problemáticas psíquicas o anímicas. El propio Sigmund Freud ya advirtió de estos malentendidos afirmando que
«debemos guardarnos de exagerar la participación de la abstinencia en la producción de las neurosis. Solamente en un pequeño número de casos consigue el sujeto poner fin, por medio de la iniciación de unas relaciones sexuales que no perturben mucho a la situación patógena derivada de la privación y de la acumulación de la libido».[1]
Freud se resguardaba de la crítica común de que el tratamiento psicoanalítico impulsaba a los sujetos con padecimientos psíquicos a «vivir sin freno alguno su vida sexual», desafiando la moral convencional, pero afirmaba a su vez que «nadie puede impedirnos que nuestra observación posea un carácter crítico. Por tanto, no podemos tomar la defensa de la moral sexual convencional y aprobar la forma en que la sociedad intenta resolver, en la práctica, el problema de la vida sexual».
Prejuicios de este estilo consideran la teoría psicoanalítica como una especie de doctrina «pansexualista», sin tener en cuenta que el mismo Freud afirmó que la sexualidad humana está presente en todos los órdenes de la vida psíquica y anímica de los sujetos, pero que estos no pueden reducirse solo a ella.
La práctica psicoterapéutica de orientación psicoanalítica acompaña a los sujetos (pacientes, analizantes) a encontrar por sí mismos la posibilidad de reflexionar sobre los hechos sexuales como sobre cualquier otro género de realidades y cuando, terminado el tratamiento
«recobran su independencia y se deciden, por su propia voluntad, en favor de una solución intermedia entre la vida sexual sin restricciones y el ascetismo absoluto, nuestra conciencia no tiene nada que reprocharnos, pues nos decimos que aquel que después de haber luchado contra sí mismo consigue elevarse hasta la verdad, se encuentra al abrigo de todo peligro de inmoralidad y puede permitirse tener para su uso particular una escala de valores morales muy diferente de la admitida por la sociedad».[2]
Por tanto, el efecto terapéutico del tratamiento psicoanalítico, si lo tuviere, no se puede reducir a autorizar al sujeto a prescindir de toda restricción sexual. Esta afirmación es errónea y malintencionada contra el corpus teórico psicoanalítico. El trabajo sanitario para abordar problemáticas psíquicas y anímicas requiere inexcusablemente poner en el centro de la experiencia clínica misma la dimensión del lenguaje.
Un sujeto, un paciente, al hablar, da cuenta de su posición, manifiesta saber más de lo que cree y dice más de lo que quiere, pero es en la escucha analítica, esto es, en transferencia, donde ese hablar adquiere un valor diferente al del diálogo, la conversación o la confesión.
El aspecto histórico y cultural de la confesión no debe pasarse por alto en la clínica, ya que puede ser un paso previo a renunciar a un hábito perjudial para su salud. El primer efecto de la confesión es liberarse del pecado para, en este caso, prometer seguir las indicaciones del médico. Que el paciente cumpla o no estas promesas dependerá del asentimiento subjetivo de sus actos y situación, que estará sobredeterminado por sus conflictos, sus circunstancias y, sobre todo, sus valores, que pueden actuar como obstáculos o fuentes de una posible deliberación moral.
Cuando se atribuye la causa de una problemática psíquica a un «trastorno de personalidad», por ejemplo, como suele ser habitual en la atención psicoterapéutica, se cae inexorablemente en la trampa de la creencia en la existencia de una causalidad mecanicista. David Hume trajo al centro de la problemática de la causalidad la cuestión de la idea de conexión necesaria cuando afirmó que, entre las cualidades sensibles y
«los poderes de la naturaleza inferimos una conexión y a esta no se la conoce, es el movimiento del espíritu el que reclama una explicación causal»[3].
Cuando miramos los objetos y examinamos la acción de las causas, no podemos descubrir de una sola vez ningún poder o conexión necesaria alguna entre ellos, ni ninguna cualidad que ligue el efecto a la causa y resulte una consecuencia indefectible de esta. La problemática que plantea Hume nos invita a reflexionar sobre el sentido de la idea de «causa», de modo que ya no podemos afirmar que dos objetos que presentan una relación de contigüidad en el espacio y en el tiempo, necesariamente están relacionados de forma causal.
Por tanto, cuando un objeto nos parece estar en conexión con otro, lo único que podemos afirmar es que los dos objetos han adquirido, por inferencia, una conexión en nuestro pensamiento. En la práctica clínica inferir de un síntoma manifiesto, como una aparente tristeza o apatía, que un sujeto padece un «trastorno depresivo» es arriesgarse a realizar un diagnóstico basado únicamente en nuestra percepción, sin pensar, por ejemplo, en el motivo por el que un sujeto se muestra apático o deprimido, o para quién o si lo que subyace a la sintomatología aparentemente depresiva —donde puede habitar en realidad una agresión— es un verdadero estado depresivo. En otras ocasiones se atribuye a la ejecución de un acto impropio por parte de una persona a que padece un «trastorno de personalidad», como si este fuera la causa.
Como destacaremos más adelante, el trabajo clínico con el malestar anímico y sus síntomas manifiestos, está fuera del territorio causal de las ciencias de la naturaleza y del discurso motivacional de la fenomenología[4]. En la realidad psíquica no operan causas discernibles, no hay inferencias estables entre las causas psíquicas y los efectos sintomáticos en la determinación de un diagnóstico[5].
En un tratamiento psicoterapéutico se va estableciendo una relación transferencial entre el terapeuta y el paciente basada en actos, palabras y silencios. El analista debe saber callar, ya que solo en el silencio pueden descubrirse o producirse el sentido de las palabras dichas u oídas, puesto que nada alivia tanto como el «regazo de un silencio abierto por la persona que calla a la persona que habla», el buen clínico «sabe evitar la digresión inútil del paciente y nunca olvida esta doble y sutil función del buen oír»[6].
Estar en silencio no es lo mismo que callar. Un sujeto cuando habla adopta al menos dos modos distintos, uno testifical, donde actúa como testigo de sí mismo, y otro como intérprete de su malestar. El clínico debe posibilitar un espacio en el que el paciente, a través de su discurso, pueda construir una idea, aunque sea errónea, de lo que le pueda estar sucediendo.
Para posibilitar ese momento discursivo, es necesario que el clínico no interfiera con interpretaciones precipitadas ni consejos sobre qué es lo que le conviene al paciente. Destaca Laín Entralgo que es a partir de Freud cuando la anamnesis clínica empieza a entenderse como notificación interpretativa, es decir, que el paciente no solo dice al clínico «lo que en sí y en su mundo ve y siente (o vio o sintió); dícele también lo que para él significa eso que en sí mismo y en su mundo siente y ve»[7].
[1] Freud, Sigmund. (2006). «Lecciones introductorias al psicoanálisis. Lección XXVII. La transferencia». Obras Completas. Tomo VI, pp. 2391-2401.
[2] Freud, Sigmund. «Lecciones introductorias al psicoanálisis. Lección XXVII. La transferencia», op. cit. p. 2393.
[3] Hume, David. (1999). Investigación sobre el conocimiento humano. Madrid: Alianza, p. 97.
[4] Ricoeur, Paul. (2002). Freud: una interpretación de la cultura. México: Siglo XXI, p. 314.
[5] Dor, Joël. (2000). Estructuras clínicas y psicoanálisis. Buenos Aires: Amorrortu, p. 22.
[6] Laín Entralgo, Pedro. (2003). El médico y el enfermo. Madrid: Editorial Triascastela, p. 166.
[7] Laín Entralgo, Pedro, El médico y el enfermo, p. 167.

