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Carlos Ledesma Lara
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«Sócrates con Diotima y un discípulo». Franc Kavčič/Caucig (1810)

La «curación» por la palabra

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El avance de las ciencias médicas contemporáneas permite prolongar la vida humana, llevar a cabo cirugías y tratamientos médicos complejos y realizar asombrosas transformaciones estéticas en el cuerpo para adaptarlo a un modelo ideal o a un deseo. No obstante, a pesar del notable progreso en neurociencias y psicofarmacología, y teniendo en cuenta políticas de reducción presupuestaria de la atención sanitaria pública y el empuje a su privatización, en nuestro país se mantienen recursos de asistencia básicos en salud mental, aunque el abordaje de los padecimientos psíquicos sigue presentando limitaciones clínicas que consideramos necesario señalar.

El valor terapéutico de la palabra, que tiene su raíz en el pensamiento griego clásico y que solo es recuperado como tal veinticinco siglos después por el psicoanálisis, es la única condición de posibilidad para que el ser humano se destrabe de la biología y haga amistad con ella, para, mediante el tamiz de la palabra, pueda reconocer los límites del cuerpo y del goce paradójico que le ofrece el síntoma.

El síntoma psíquico que puede padecer un sujeto es un complejo entramado pulsional que le ha requerido un gran esfuerzo construir: es una elección inconsciente, cuyo verdadero sentido nunca es evidente y que el sujeto puede llegar a vivir como si estuviese predestinado a ello. Fue a finales del siglo XIX, sobre todo en el centro de Europa, cuando surgieron nuevos modos de considerar las problemáticas mentales.

La inclusión de diferentes psicoterapias, con dispar éxito, aportó a la medicina nuevas herramientas para abordarlas. Sin embargo, perviven métodos de atención de los malestares psíquicos que parecieran desconocer que el ser humano en esencia es lenguaje, es decir, producto y efecto de la palabra.

Fue Sigmund Freud quien subvirtió la concepción del malestar anímico al pasar de una clínica fundamentalmente visual y táctil a otra esencialmente auditiva y verbal, y al

«descubrimiento de la rigurosa necesidad del diálogo con el enfermo, diálogo que ha de abarcar desde el diagnóstico interpretativo hasta la curación por la palabra, la psicoterapia». [1]

A partir de ese momento, inaugurado por la teoría psicoanalítica, será la palabra del paciente, si se le da la oportunidad de expresarla y es escuchada en transferencia (concepto clave de la relación médico-paciente) con el profesional sanitario y con la institución correspondiente, la que oriente al equipo de atención en la posible construcción de un tratamiento para ese paciente. Orientarse significa encontrar, a partir de una región dada, las demás regiones, sobre todo el oriente nos dice Immanuel Kant [2].

Cuando el profesional se encuentra desorientado ante la sintomatología que presenta un paciente, ya que, al fin y al cabo, el conglomerado de síntomas es el objeto de investigación de su trabajo, recurre a su experiencia previa, a sus estudios y, sobre todo, a los manuales de clasificación para formular un juicio diagnóstico que lo libere del desconcierto que pueda generarle los síntomas manifiestos.

La problemática del diagnóstico

Por ejemplo, diagnosticar un paciente como «bipolar», no resuelve ni orienta el tratamiento, tan solo, y eso puede no ser poco, tranquiliza en cierto modo al terapeuta en su labor. Sin embargo puede ocurrir que el diagnóstico se establezca de manera precipitada, no por un discernimiento racional ni un proceso ético y deliberativo con el paciente y con el propio equipo, sino quizá por una exigencia percibida y, en ocasiones, impuesta por la institución, dado que, por lo general, no se admite a un paciente en un servicio sin un diagnóstico. De este modo, dicho diagnóstico es, en realidad, una creencia que, como tal, presenta resistencia a un análisis más detenido.

Todo profesional tiene una intuición inmediata ante la fenomenología sintomatológica que presenta un paciente, pero los años de trabajo y experiencia acumulada no garantizan una precisión diagnóstica, ya que en muchos casos la ideología afianza creencias a través de los años que luego son difíciles de modificar.

El diagnóstico cumple varias funciones, además de calmar la inquietud y la ansiedad del profesional. En ocasiones, el diagnóstico produce alivio en el paciente o incluso en sus familiares, que pasan a pensar que lo que le sucede, por ejemplo un episodio maníaco, es causa de un trastorno interno, inherente a él, que ha emergido de repente y que no es responsabilidad del entorno.

Esta creencia en el diagnóstico no deja de ser una opinión, por tanto como toda creencia es opuesta al saber [3]; es decir, es una hipótesis racional que parte de fundamentos subjetivos, los del profesional, que puede ayudar a situar ciertos efectos objetivos, lo cual no impide que, si está fundamentada, pueda devenir en un saber sobre lo que le sucede al paciente.


[1] Lázaro Sánchez, José. (2004). «Pedro Laín Entralgo: de la Psiquiatría a la Filosofía de la mente», en Gracia Guillén, Diego (ed.). (2004). Ciencia y vida: homenaje a Pedro Laín Entralgo. Bilbao: Fundación BBVA, p. 169.

[2] Kant, Immanuel. (2018). Cómo orientarse en el pensamiento. Traducción de Carlos Correas. Buenos Aires: Quadrata, p. 41.

[3] Kant, Immanuel. Cómo orientarse en el pensamiento, p. 60.

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Carlos Ledesma Lara

Psicoanalista.

Licenciado en Psicología Clínica.

Doctor en Filosofía Universidad Complutense de Madrid

Doctorando en Medicina. Especialidad Psiquiatría Universidad Autónoma de Madrid

Tesis Doctoral: «Senderos Clínicos del Acompañamiento Terapéutico»

Postgrado Especialista en Clínica y Psicoterapia Psicoanalítica Universidad Pontificia de Comillas

Postgrado en Psicopatología Clínica Universidad de Barcelona

Cursos 6ª de Ingeniería Eléctrica Universidad Tecnológica Nacional, Regional Avellaneda, Buenos Aires.

Coordinador de equipos de Acompañamiento Terapéutico

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